martes, 2 de septiembre de 2014

EL DETECTIVE CANTANTE, por Adrián Esbilla



YELLOW MELLOW

La mas concentrada y depurada destilación del talento de Dennis Potter, "summa" no solo de su obra sino también de su vida. Historia autobiográfica (el propio Potter padecía la psoriasis artrítica que lleva al protagonista al borde de la cordura y hay numerosos detalles sobre la infancia del autor o sobre el oficio de escribir) y profundización radical en los mecanismos de la ficción y el funcionamiento de la mente, a un tiempo fantasiosa y lúcida. Este "Watchmen" de la televisión (cómic con el que guarda multitud de paralelismos, siendo ambos auténticas inmersiones en sus lenguajes correspondientes, de los que exprimen todas sus posibilidades formales y narrativas) a la vez post-moderno (referencial y metalingüístico) y puramente original, se construye sobre cuatro planos de realidad/ficción distintos pero intercomunicados: un escritor hospitalizado y casi inmóvil (preso en su propia piel) acosado por bailongas alucinaciones y que reformula una novela propia en la que es un detective "crooner" que acepta "los trabajos que los que no cantan dejan pasar" envuelto en una tópica y opaca trama "pulp" de espías y crímenes sexuales que se mezcla con los recuerdos de su infancia durante la 2ªGM, funcionando estos como espejo y clave de la historia de misterio, siendo de este modo y a través de la ficción y el recuerdo entremezclados y confundidos, el detective de su propia vida en un mundo donde "todo son pistas y no hay soluciones". Por si fuera poco se añade una línea más, completamente paranoica, sobre su ex-mujer un abyecto amante y un guión; “El detective cantante". Los niveles funcionan como vasos comunicantes en una mecánica de piezas que empujan y mueven otras, en la que nada es gratuito (ni un nombre, ni una frase, ni un detalle) y donde los eventos de una línea encuentran su continuación o su contrario en otra dentro de una construcción formal diamantina. El resultado son seis horas apabullantes, perfectas, aunando sátira, drama psicoanalítico, comedia musical, literatura barata, sordidez o terrores infantiles (con influencias mil, de Pirandello a Terence Davies, de "Spirit" a Rodgers y Hammerstein) pero principalmente una inmersión total en la memoria, el recuerdo y por tanto en la narración y la creación, por momentos cristalina, por momentos completamente abstrusa, siempre genuina. Un uso obsesivo de la repetición (escenas, diálogos, imágenes, actores, canciones...) sobre la que se va añadiendo información y pequeñas variaciones (gran trabajo de Jon Amiel en la dirección, sabiendo adaptarse visualmente a los distintos tempos y necesidades pero a la vez dejando que se contaminen) y sostenida además por una personificación (doble) de Michael Gambon imposible de adjetivar y una utilización magistralmente dramática de la música (que se refiere encima a la obra anterior del autor). En definitiva una obra inagotable, a la vez divertida y perturbadora, compleja y accesible, no ya una obra maestra sino una genuina obra de arte.


jueves, 21 de agosto de 2014

EL INFIERNO DE LA MUSA, por Marta Rivera de la Cruz


Edith Minturn Sedgwick procedía de una acaudalada familia de Stockbridge, Massachusetts. Los Sedgwick llevaban generaciones triunfando socialmente: no sólo eran ricos, sino también refinados e influyentes. Una tía abuela de Edie había sido retratada por John Singer Sargent, el pintor de la aristocracia norteamericana, y las mansiones familiares fueron durante años escenario de reuniones donde se daba cita lo más granado de la sociedad del país. Al llegar a la mayoría de edad, Edie celebró su puesta de largo y fue inscrita como debutante en el Registro Social. Guapa, elegante, educada en caros colegios, se esperaba de ella un buen matrimonio y un rotundo éxito social. El problema es que Edie Sedgwick deseaba algo bien distinto.
En 1964, recién cumplidos los veintiún años, Edie dejó el hogar paterno en Palm Springs para instalarse en Nueva York. Sus padres debieron decirse que no era un mal lugar para encontrar marido, así que le entregaron una parte de su herencia y la dejaron instalada en casa de su abuela, que vivía en un piso de catorce habitaciones en Park Avenue.
Edie no tenía la menor intención de perder el tiempo saliendo a la caza de un buen partido. Quería brillar en Manhattan, pero no como la debutante cursi típica de las galas del Waldorf Astoria: deseaba adentrarse en los territorios de la modernidad, reinar en los templos de la nueva ola. Y cada noche, tras besar a su abuelita, salía a zambullirse en la noche neoyorquina, donde se convirtió en un personaje de referencia. Era bonita, divertida, tenía clase y se movía en un Mercedes con chófer. En unas semanas los locales de moda de Manhattan -el Ondine, el Arthur o el Shepheard's- se disputaban su presencia. Todo el mundo la consideraba la party girl del momento.
Andy Warhol conoció a Edie Sedgwick en una fiesta en el ático de Lester Persky, un productor de publicidad cuyo privilegiado apartamento en la calle 59 era lugar de encuentro de la élite social e intelectual del Nueva York de los sesenta. Edie, que era una bailarina excepcional, estaba subida en una plataforma, moviéndose al ritmo de la música. Una amiga de Andy, Isabelle Collin Dufresne, Ultra Violette, dijo al verla: "Inhala glamour y exhala glamour. La palabra glamour está acuñada para ella". Según Víctor Bockris, biógrafo de Warhol, otro de los amigos del artista fue menos complaciente al asegurar que Edie "era como una Holly Golightly [la protagonista de Desayuno con diamantes] majareta". Sea como fuere, Andy Warhol se sintió fascinado por aquella muchacha joven y esbelta, alta y delgadísima, de largas piernas y ojos oscuros que alguien dijo que eran "del color de una tableta de chocolate Hershey metida en el congelador". De no haber sido homosexual, Warhol la habría pedido en matrimonio aquella misma noche. Antes de marcharse, hizo a Sedwgick lo más parecido a una declaración de amor: "Quiero hacer una película contigo".
Edie no lo sabía, pero aquella frase eran las palabras mágicas que daban paso libre al universo de la Factory. En 1965, el espacio creado por Warhol en el número 231 de la calle 47 se había convertido en la tierra prometida de la new wave. Enteramente recubierto de plata, como un espejo gigantesco, la Factory era plató de cine, marco de orgías, telón de fondo de sesiones fotográficas y, sobre todo, lugar de referencia para todo aquel que quería ser alguien: allí podía encontrarse a Rudolph Nureyev, Tennessee Williams, Jackson Pollock, Jane Fonda, William Burroughs. Judy Garland, Roy Liechtenstein o Jim Morrison. Por supuesto, también los policías eran asiduos visitantes del local cuando, alertados por los vecinos, se convertían en artistas invitados que contemplaban, atónitos, los desmadres de Andy y sus amigos. En la Factory, uno podía escuchar música de Puccini mientras inhalaba gas de la risa, inyectarse droga, merendar pastel de marihuana o participar en un número de sadomasoquismo, todo en la misma tarde. Cualquier cosa era posible.
Edie entró por la puerta grande en el mundo de Warhol. De todas las chicas que formaban su legión de admiradoras -desplazándose las unas a las otras cuando Andy así lo decidía-, Edie fue la más mimada, y también la más querida. Truman Capote justificaba el súbito afecto del pintor por la joven Edie asegurando que Andy siempre había querido ser alguien como miss Sedgwick: "Una adorable chica bostoniana a la que sus padres pusieran de largo". Esa era, precisamente, la primera causa de fascinación de Warhol: el background privilegiado, los orígenes selectos. Él, que venía de una familia de inmigrantes eslovacos malamente radicada en un suburbio de Pittsburgh, que había pasado su infancia alimentándose -¿casualidad?- de sopa de tomate Campbell rebajada con agua, que había vivido marcado por la estrechez y las carencias, se rendía ante la presencia de chicas de colegio privado, que viajaban por Europa, hablaban en francés y vestían de alta costura.
La mayoría de las musas del genio eran jóvenes pertenecientes a familias de postín. Isabelle, Ultra Violette, era una francesa de pedigrí aristocrático que se iba de vacaciones con los Rostchild y los duques de Windsor. Brigid Berlin, apodada Polk, era hija del presidente de la Hearst Corporation. Andy idolatraba a aquellas jóvenes damiselas de modales exquisitos, víctimas de un notable aburrimiento de clase y ávidas de emociones nuevas, y encontraba también un placer adicional en pervertirlas, arrancándolas de su universo del Uptown para arrastrarlas a un sótano húmedo forrado de papel de plata. El corazón de la Factory.
Edie era la perfecta encarnación de las fantasías warholianas: tan delicada y distinguida, tan llena de encanto, tan dulce y sin embargo tan deseosa de vivir experiencias nuevas. Sus armarios estaban abarrotados de prendas de firma y abrigos de pieles, pero ella prefería llevar leotardos negros y camisas masculinas. A pesar de su aparente desaliño, siempre estaba espléndida. Combinaba sus camisolas de hombre con sofisticados pendientes largos y zapatos de tacón de aguja. Acentuaba su aire de desamparo marcando con khol sus grandes ojos oscuros. Su amplia sonrisa daba luminosidad a aquel rostro aniñado que marcaban las ojeras. La cintura de avispa, las caderas inexistentes, el pecho plano, podían hacer pensar en un muchacho, pero Edie Sedgwik era toda femineidad, puro erotismo.
Había algo misterioso en aquella chica. Quizá porque bajo su capa de sofisticación y buen gusto, Edie ocultaba un pasado terrible que se fue revelando poco a poco. En su familia había un largo historial de enfermedades mentales. Uno de sus ocho hermanos se había suicidado, otro había muerto trágicamente. Su padre había sido diagnosticado como maníaco depresivo. Ella misma había dado con sus huesos en varias casas de reposo antes de cumplir los veinte años, y sufría de anorexia y de bulimia. Más adelante, Edie aseguraría que su padre y dos hermanos suyos habían intentando abusar de ella, y que sus padres la internaron en una clínica por decir que había visto a su padre practicando sexo con una criada. Quizá sus padres no la habían enviado a Nueva York para encontrar marido, sino para quitársela de encima. Cuando aterrizó en la Factory, Edie apenas tenía trato con los suyos, y eso hizo que encontrase en aquella extraña tribu un sucedáneo de familia.
Aunque de una forma asexuada, Warhol se volvió loco por Edie, y ella se volvió loca por Andy. Entre los dos se forjó una particular relación, una especie de simbiosis que a algunos parecía enfermiza y que acabó resultando destructiva. Con el objetivo de parecerse a Andy, Edie se tiñó el pelo de plateado, y él empezó a usar como ella grandes camisas por encima de los leotardos. A veces resultaba difícil distinguir al uno del otro. Andy estaba encantado de haber encontrado a su álter ego: era como tener a su alcance la imagen que le esperaba al otro lado del espejo. Se propuso moldear a Edie hasta convertirla exactamente en la mujer que él hubiera sido de no haber nacido hombre.
La colaboración artística de Edie y Warhol se inició con una pequeña aparición de la joven en la película Vinyl, a la que siguió el papel protagonista de Pobre chica rica. Luego vendrían otras cintas: Belleza # 2, Kitchen, Bitch… Los filmes de Warhol no tenían guión: se limitaba a enfocar a su estrella con una cámara, y la invitaba a hablar, a moverse, a expresarse. No se trataba de contar una historia, sino de crear una nueva forma de arte. Y Edie, con su fotogenia, su elegancia y su voz chillona, era perfecta para los planes de Andy, que se limitaba a gritar: "Eres ideal, eres maravillosa, tú sólo habla". Aquellos filmes, que no se proyectaban precisamente en circuitos comerciales, catapultaron a Edie, que se convirtió en la reina de la vanguardia neoyorquina. Junto a ella, para compartir el trono, estaba Andy Warhol.
En la Factory, Edie encontró algo más que un escenario para dar rienda suelta a sus aspiraciones artísticas. El espacio concebido por Warhol fue para ella un campo de pruebas donde experimentar con estupefacientes. Aunque tiempo después Edie culparía a Andy de su adicción a media docena de sustancias, lo cierto es que cuando conoció al artista ya se había aficionado a las drogas. La Factory sólo contribuyó a mantener su adicción, pues por allí circulaban todo tipo de preparados. La droga más popular era el meth cristalizado, que podía consumirse disolviéndolo, esnifándolo o por medio de una inyección, pero también había ácido, speed, hachís, anfetaminas… Edie le daba a todo. Con la Factory o sin ella, era una adicta que dependía por completo de las pastillas. Mientras, seguía viviendo su sueño de popularidad junto a Andy Warhol.
Las revistas femeninas también se rindieron a la princesa de la Factory. Edie Sedgwick se ajustaba a los cánones de la moda de los sesenta: era quebradiza y frágil, de huesos finos y rasgos aniñados, como Jane Shrimpton o Twiggy, que copaban las portadas de la época. Llegaron los reportajes para Life o Vogue. El resultado de las sesiones de fotos está ahí: Edie se comía la cámara, sabía posar, tenía un rostro lleno de matices y un cuerpo elástico perfecto para lucir la ropa. Cualquiera hubiese pronosticado para ella una carrera fulgurante en el mundo de la moda. Pero Edie era imprevisible, de humor cambiante y genio alborotado. Y, por si fuera poco, estaba siempre rodeada de una extraña cohorte donde no faltaba algún camello de tres al cuarto reclamando el pago de la última dosis. Y eso era algo que ponía los pelos de punta a todos los que estaban en la órbita distinguida de Diana Vreeland o Carmel Snow, las grandes damas de las revistas de moda. Así que, después de un par de reportajes, Edie fue generosamente remunerada y pasó a engrosar la lista negra de cover girls conflictivas con las que era preferible no contar.
Edie llevaba sólo unos meses en Nueva York cuando se dio cuenta de que había malgastado casi toda su herencia: el alquiler de coches de lujo, las generosas invitaciones a personas que ni siquiera conocía, la ropa, las drogas, se habían comido sus ahorros. Fue en esa época cuando entró en contacto con Bob Dylan y sus colaboradores, Bobby Neuwirth y Albert Grossman. Entre ellos y la gente de Warhol se libraba desde hacía meses una guerra sorda. Bob contra Andy. La pandilla de la Factory contra la del Chelsea Hotel. Hacer amistad con Edie fue para Dylan un modo de incordiar a Warhol. Por su parte, Edie encontró muy divertido al músico y a sus amigos, y además empezaba a aburrirse de ser el florero de un homosexual. Dylan y los suyos eran hetero, y Edie encontró en el sexo otro motivo para desequilibrar la balanza. El músico y los suyos la recibieron en su grupo con los brazos abiertos, y de paso aprovecharon la ocasión para arremeter contra Warhol: "¿De verdad no te paga por aparecer en sus películas? ¿En serio actúas gratis para Andy? Ese tipo te está tomando el pelo, Edie. Mereces algo más. Podrías ser una auténtica estrella de cine, incluso grabar un disco. Ganarías millones, Edie".
Envenenada por los comentarios, harta de los números rojos en su cuenta corriente, Edie habló con Warhol y le dijo que quería cobrar por su trabajo. Andy trató de justificarse: sus películas eran piezas de arte, no superproducciones de Hollywood. Estaban bien como vehículo promocional, explicó, pero no daban dinero. De hecho, le resultaban bastante caras… Andy pensó que todo quedaba así aclarado, pero Edie se enrocó en su postura: quería cobrar, quería recibir algo por todo lo que hacía en sus estúpidos filmes, y si Andy no estaba dispuesto a tratarla como una actriz profesional, otros lo harían. La relación empezó a enfriarse.
A pesar de todo, de cara a la galería el tándem Andy-Edie seguía funcionando. Eran el mejor ejemplo de pareja pop, y sus apariciones públicas arrastraban a cientos de fans que les ovacionaban cuando bajaban juntos de una limusina, y se dejaban fotografiar con sus atuendos imposibles, sus peinados idénticos y el aire de desinterés del que ya está de vuelta de todo. Una de aquellas entradas estelares estuvo a punto de acabar en tragedia. Ocurrió en Filadelfia, en el otoño de 1965, cuando el Instituto de Arte Contemporáneo programó una retrospectiva de Warhol y un local de quinientas localidades fue abarrotado por más de dos mil personas. Cuando Edie y Warhol hicieron su aparición, una multitud se abalanzó hacia ellos en un ataque de fascinación colectiva. Fue necesaria la intervención del servicio de seguridad, que sacó de la sala al artista y a su musa, encantados ambos con la conmoción provocada, conscientes de que habían llegado a la cima de la popularidad.
Para entonces, los problemas de Edie con las drogas se agudizaron. Solía empezar la jornada con un puñado de pastillas, y empalmaba una dosis con otra hasta la hora de dormir. Empezó a entrar en barrena. Andaba como una autómata, podía pasar días sin lavarse, tenía crisis de histeria cada dos por tres. Fue en esa época cuando Andy empezó a decir que Edie acabaría suicidándose, "y espero que cuando lo haga me avise para que pueda filmarlo". Sus peleas eran frecuentes: ella seguía insistiendo en que Andy debía remunerar su trabajo, y él cada vez se tomaba menos molestias para aplacar su indignación. Edie había pasado de ser la amiga del alma a convertirse en una drogadicta insoportable que había perdido el control sobre sí misma.
En su siguiente producción, 'My hustler', Andy decidió no contar con su musa y filmó la película a espaldas de Edie, quien se sintió abandonada. Poco tiempo después firmaría un contrato con Albert Grossman, manager de Bob Dylan, y manifestaría su intención de no regresar a la Factory. Las veladas en la guarida de Warhol fueron sustituidas por días y noches de fiesta en el Chelsea Hotel. Dylan se inspiró en ella para componer dos canciones de su disco Blonde on blonde, y todos le dijeron que su carrera artística despegaría definitivamente. En la primavera de 1966, quince meses después de su primer encuentro, perdió todo contacto con Andy Warhol y se centró en su nuevo grupo. En su nueva familia, que iba a guiarla en el camino al éxito.
Es difícil saber cuándo se dio cuenta Edie Sedgwick de que se había dejado seducir por algo que era sólo el canto de sirenas de quienes querían atraerla hacia su bando. Hollywood no la estaba esperando. El cine comercial no la estaba esperando. Las discográficas, las productoras, tampoco. Y un día, la chica de la Factory, la musa warholiana, la joven que aparecía en los temas de Bob Dylan, se contempló a sí misma y se horrorizó con lo que veía. Ya no era la encantadora debutante que había llegado a Nueva York a vivir su dolce vita y gastar a manos llenas el dinero de su familia, sino un despojo de sí misma, consumida por las drogas y el alcohol. Un cadáver andante que necesitaba de estimulantes para espabilarse y de somníferos para dormir. Una desdichada veinteañera que había arruinado su vida, que no tenía futuro y tampoco presente.
Edie huyó de Dylan, de Warhol, de Nueva York. Pasó una temporada junto a su familia, en un desesperado intento por recuperarse a sí misma, pero tampoco allí había sitio para ella. Regresó a Nueva York y protagonizó una película ajena a la Factory donde su trabajo pasó sin pena ni gloria. Su dependencia de las drogas era absoluta. Inició varias curas de desintoxicación, estuvo a punto de morir de sobredosis varias veces. La ingresaron en media docena de hospitales, convertida en un esqueleto viviente. Confesó ante los médicos que pasaba días enteros sin comer, sosteniéndose a base de café y pastillas. Isabelle Colin Dufresne, que llegó a ser amiga personal de Edie, cuenta en sus memorias que la joven fue condenada por tráfico de estupefacientes y pasó una temporada en la cárcel. La prisión, los centros psiquiátricos y las clínicas de rehabilitación fueron el escenario de los últimos años de la vida de Edie Sedgwick. Precisamente en una de estas instituciones conocería a Michael Brett Post, con quien se casó unos meses antes de su muerte.
Los que la vieron en los últimos días de su vida aseguran que Edie se había convertido en una monstruosa caricatura de la mujer que había sido una vez. Las drogas le habían deformado el rostro, todo su cuerpo parecía hinchado, y su mente estaba destrozada por la confusión y los desvaríos. Cuando recordaba la Factory, lo hacía para responsabilizar a Warhol y a los suyos del infierno en que se había convertido su vida.
Edie tuvo un final muy a lo Marilyn: la encontraron en su casa, muerta por los efectos de alguna droga. Nunca se aclaró si se le había ido la mano en el último viaje, o si había decidido que ya no valía la pena continuar. Tenía 28 años. Andy Warhol se enteró de su muerte por la llamada de una amiga. La noticia no le afectó demasiado. Sólo preguntó quién iba a heredar "todo el dinero de Edie". Su interlocutora le respondió que Edie Sedgwick estaba completamente arruinada. "Vaya… En fin, cuéntame qué has estado haciendo hoy". Para Warhol, Edie había dejado de existir en el mismo instante en que salió de la Factory, con sus leotardos negros y su camisa masculina, para hacerse un sitio en las canciones de Bob Dylan y en las habitaciones baratas del Chelsea Hotel.



lunes, 18 de agosto de 2014

VIDA EN SOMBRAS, por Israel Paredes


Salvando las distancias existentes, Vida en sombras, la única película comercial dirigida por el cineasta Lorenzo Llobet Gracia, siempre me recuerda a El cuarto mandamiento de Orson Welles en tanto a que las versiones que hoy conocemos de ambas son productos de una mutilación, aunque de diferente naturaleza. Si la película de Welles la sufrió en el momento de su producción al no permitir al cineasta el poder montar el material que él deseaba y, por tanto, entregar una película que, en principio, no se ajusta a la idea inicial de Welles, la obra de Llobet Gracia la sufrió con el paso del tiempo. Estrenada comercialmente de mala manera y sin demasiada repercusión, la copia que nos ha llegado y que hoy en día se puede disfrutar es el resultado del trabajo de restauración realizada por el cineasta Ferrán Alberich a partir de los materiales existentes, como se indica al comienzo de la película, pues no se han llegado a encontrar los negativos originales. Es posible que la película que puede verse en la actualidad se acerque a la original, o puede que no; sin embargo, al igual que sucede a la obra maestra de Welles, no es ápice para no disfrutar con una obra insólita, sin parangón dentro de la historia del cine español. Por todo lo anterior y por su escasa suerte comercial, Vida en sombras se fue convirtiendo poco a poco en una película maldita cuya revalorización vino dada por el interés cinéfilo de rescatar la única película comercial de Llobet Gracia.
Lo más llamativo de Vida en sombras es que posee un planteamiento y una sensibilidad extraordinaria para su época; en muchos aspectos, también para la nuestra. Jugando con la realidad y la ficción, Llobet Gracia se acerca a Carlos Durán (Fernando Fernán Gómez) a modo de biografía para, poco a poco, ir convirtiendo la película en algo diferente, en toda una reflexión sobre el cine en su relación con la realidad desde diferentes puntos de vista. Durante un tiroteo, su mujer muere bajo las balas mientras él, operador, rueda una toma. A partir de entonces, Durán marcha al frente para convertirse en reportero bélico, siempre con la imagen de su mujer muerta ante sí. Hay algo de pesadilla en Vida en sombras, también de itinerario personal dentro de esa pesadilla personal en la que se ve introducido Durán y donde el cine y la imagen poseen un lugar especial, de gran importancia. No es de extrañar que se haya señalado que hasta Arrebato, de Iván Zuleta, no había existido una reflexión acerca del medio cinematográfico del calado y profundidad de la película de Llobet Gracia en el marco del cine español. Ambas películas, además, se adentran a su manera en el cine y en la imagen a través de una cierta idea de vampirización y de juegos de espejos.
Vida en sombras, por otra parte, presenta una puesta en escena sorprendente y unas resoluciones visuales casi rompedoras entonces en una cinematografía como la española. Incluso, muchos años después, seguía siéndolo, algo que pone de relieve la innovación de sus imágenes. También su misterio, pues aunque estamos ante una película de narración convencional, hay algo bajo sus imágenes enigmático. Resulta casi increíble que una película construida a través de retazos encontrados pueda transmitir tantas emociones. Y quizá sea esto lo que le confiere aún más ese halo de misterio que se mantiene de un visionado a otro, siempre sorprendiendo.

lunes, 12 de mayo de 2014

KAREL ZEMAN, EL MAESTRO DE LA ANIMACIÓN, por Cristian Tello



    Karel Zeman (Oströmer, 1910 - Praga, 1989), fue un cineasta y director de películas de animación. Estudió en Francia, y trabajó en Marsella en un estudio de publicidad, un sector que por aquel entonces necesitaba de todos los aportes posibles. Los materiales que aplicó en sus trabajos fueron diversos: lata, madera, hasta destacar con la animación en vidrio.


Karel Zeman trabajando en sus últimos años con algunos elementos de animación
    Al regresar a Checoslovaquia, su tierra natal, Zeman continuó trabajando en el mundo de la publicidad para las compañías Bata y Tatra. El cineasta Elmar Klos, interesado en su obra, le ofreció un trabajo en sus estudios de animación de la ciudad de Zlín, que Zeman aceptó en 1943. Su primera obra, Sueño de Navidad (1946), fue premiada como la mejor película de animación en el Festival de Cannes, lo que le proporcionó un gran prestigio.
    Zeman creó un mundo de fantasía en donde la imaginación jugó un rol importante en las historias, en las que mezcló personajes reales y pintados, y unos espacios que se sostenían sobre todo tipo de referencias visuales. Su popularidad en el público infantil creció cuando realizó una serie de cortometrajes humorísticos, cuyo protagonista era el “Señor Prokouk”. Este personaje aparecía en las películas haciendo las veces de oficinista, cineasta, inventor, bombero, etc.


El señor Prokouk fue la marioneta protagonista de la primera
serie de cortometrajes exitosos creados por Karel Zeman
    En 1955 combinó actores reales, animación y efectos especiales en la película Un viaje a la prehistoria, que cuenta el viaje en el tiempo de un grupo de estudiantes, permitiendo a Zeman animar varios muñecos de dinosaurios. La película tuvo gran éxito. Tras esta cinta, el director checo llevó a cabo uno de sus viejos sueños: adaptar cinematográficamente alguna novela de Julio Verne. La obra del autor francés había sido llevada con óptimos resultados a la pantalla grande por Georges Méliès en películas como Viaje a la Luna (1902). Para Zeman la sofisticada técnica que Méliès procuró a estos filmes, se convirtió en un elemento estético referencial a la hora de trasladar en imágenes el universo verniano.
    Cuando Zeman acometió el proyecto de adaptar en un filme varias historias de Verne, lo hizo sobre la base de dos referentes claros: por un lado las imágenes de los ilustradores de las novelas del autor en papel, y por otro el precedente de Méliès. Así, en 1958, estrena una de sus obras más destacadas: Una invención diabólica, basada en una obra de Julio Verne. Más tarde volverá a adaptar al escritor en El dirigible robado (1967) y En el cometa (1970).


El fabuloso mundo de Jules Verne fue el título emblemático que Karel Zeman dio a su filme Una invención diabólica. En esta cinta, el cineasta desarrolla las descripciones de algunas novelas de Verne, pero se inspira para su argumento en una de ellas: Ante la bandera
    Karel Zeman es considerado como uno de los genios de la animación mundial. Y aunque sus películas están dirigidas principalmente al público infantil, posee un sofisticado ingenio y estilo visual que fascina también a los adultos. Fue un pionero en el campo de la animación gracias a sus aportes técnicos y su capacidad para expresar emociones e ideas a través de una compacta obra. Gracias a su aporte al lenguaje fílmico, este director checo, más que un artista socialista al servicio de un ideario, debe ser analizado como un visionario creador de universos, pues sus películas procuran que ese parnaso de marionetas, inventos vernianos y personajes fabulosos pervivan para siempre.
Una invención diabólica
    El maravilloso mundo de Verne cobra vida en Vynález Zkázy (Una invención diabólica. 1958), filme que baraja conceptos e ideas aparecidos en diversas novelas del autor francés, pero que sigue la misma línea argumental de Ante la bandera, novela publicada en 1896 e ilustrada por Léon Benett, un dibujante amigo de Julio Verne que en varias ocasiones creaba sus dibujos bajo la supervisión de él mismo.


Afiche publicitario de Una invención diabólica (1958)
    Cuando Zeman se propuso trasladar al cine el universo del escritor, venía influenciado por la fuerte tradición marionetista de Checoslovaquia y por su amor incondicional a la obra de Georges Méliès. Así, mediante el trucaje, la sobreimpresión y el collage, y con un sentido plenamente lúdico y artesanal, Zeman otorgó movimiento a aquellos grabados creando una sugestiva era del vapor repleta de imposibles prodigios mecánicos. Submarinos y diversos globos aerostáticos son comunes observarlos en la película. Por ello, esta cinta es, sin duda alguna, visualmente portentosa.
    El director utilizó la técnica del esgrafiado en todos los elementos del filme (decorados, trajes, ambientación, etc…) logrando un acabado en pantalla muy similar al de una plancha de acero grabado. El filme combina a actores reales con marionetas y animación, así como decorados planos con perspectiva distorsionada. Los personajes son dispuestos en el plano como marionetas para no romper la homogeneidad del conjunto. Esa síntesis, plasmada en blanco y negro, procura una mixtura homogénea entre todos los elementos, cuyo resultado es realmente impactante.


Los efectos de animación de las películas de Zeman se caracterizan por la combinación
de actores reales con dibujos, marionetas, además de otros efectos especiales
    La historia gira en torno a Thomas Roch, un inventor francés creador de un devastador explosivo. Roch es secuestrado por un genio del mal, el conde Artigas. Tras un largo viaje en barco y submarino, es llevado a una base secreta situada en una isla volcánica perdida en medio del océano. Allí, con engaños, logra convencer al profesor de que trabaje para él, con el fin de crear una poderosa arma con la que ansía gobernar el mundo.
    Pero Simon Hart, su asistente, quien también es retenido en la isla, hará todo lo posible para desbaratar los maléficos planes del conde. Con la valiosa ayuda de una joven náufraga de nombre Jana, Simon Hart consigue enviar un mensaje de advertencia al mundo dentro de una botella lanzada al mar. Pero el conde ha culminado la creación de un enorme cañón, el cual ha sido potenciado por el invento del profesor. ¿Podrán detenerlo?


Escena de Una invención diabólica. En ella se aprecia al profesor
Thomas Roch secuestrado en el submarino del conde Artigas
    La película está narrada en pasado, a través de las páginas del diario de Simon Hart, que se observa abierto al principio del filme en un escritorio junto a algunos libros de Julio Verne. Como cualquier obra de ciencia ficción que se precie, esta epopeya victoriana no se salva de la alegoría social. La película es toda una metáfora sobre la utilización de la energía atómica y sobre cómo el hombre utiliza la ciencia para fines destructivos. La trama nos advierte de los peligros de la tecnología, y la invención diabólica que da título al filme, está considerada como un anticipo a la bomba atómica.
El dirigible robado
    No es extraño que Karel Zeman volviera a recurrir a Verne para sus futuros proyectos cinematográficos. Para Ukradená vzducholod, (El dirigible robado. 1967), Zeman adaptó la novela Dos años de vacaciones. En ella, cinco chicos llegan hasta una isla desconocida, tras partir en un dirigible desde la famosa Feria Conmemorativa de Praga de 1891.
    Luego, toda la ciudad se moviliza para dar con ellos, y en dicha búsqueda se utilizan toda una serie de nuevos inventos como la telegrafía, teléfono, motocicletas y diversas máquinas acordes a la inventiva técnica del realizador.
    Después de volar a través de Europa hasta estrellarse en la isla desconocida en medio del océano, los jóvenes vivirán extraordinarias aventuras, al más puro estilo de las historias de Verne, hasta que son rescatados por una expedición organizada por el periodista Ardan.


Afiche publicitario de El dirigible robado (1967)
    Las escenas, tomadas de varias exposiciones, están combinadas de tal manera que los actores parecen interactuar en un entorno mágico y trucado, al que sus máscaras y trajes se adaptan sorprendentemente. Las soluciones artísticas del filme se inspiran en la atmósfera reinante en el periodo de mitad del siglo XX y el humorístico punto de vista, muy propio de la época de los revolucionarios milagros de la tecnología.
En el cometa
    Na Komete (En el cometa. 1970), última adaptación de Julio Verne, parte de una idea muy similar, y es que el talento del cineasta checo está al servicio de una historia que cuenta la desaparición de un grupo de personas de África del Norte, que son arrancadas de la Tierra y transportadas a un cometa errante del Sistema Solar. En este caso, para el argumento de la película, Zeman se inspira en la novela Héctor Servadac.
    Sobre este nuevo planeta en deriva se encuentran reunidos una guarnición francesa de Argelia, los árabes que les hacen frente y el traficante de armas interesado en el combate. El grupo también comprende a una joven chica destinada a un emir, varios comerciantes, servidores, navegantes, así como soldados británicos de Gibraltar. Sin embargo, todos sus conflictos se vuelven secundarios cuando finalmente comprenden que están condenados a vivir juntos en un planeta ajeno en el que quizá no vivan por mucho tiempo; es por ello que Héctor Servadac los guiará a enfrentar el difícil destino que les espera.


Afiche publicitario de En el cometa (1970)
    En estas dos últimas películas, Zeman se esmera en el retrato de los personajes y en la confrontación de intereses. En el caso de El dirigible robado de un modo más primordial y, con los personajes adultos de En el cometa, buscando un sentido crítico existencial mucho más profundo. Tras este último periplo verniano, que dejó dos buenos filmes aunque algo alejados del virtuosismo acostumbrado, el director dio un postrero giro a su carrera con la idea preclara de volver a sus orígenes.


Estampilla en honor a Karel Zeman
realizado por el Gobierno de República Checa
    Actualmente, el sello Track Media acaba de poner al alcance del público cuatro filmes en español de este pionero del cine, dentro de su colección de DVD: Maestros de la animación. Los títulos que contiene son: Viaje a la prehistoria (1955), Una invención diabólica (1958), El barón Münchausen (1961) y El dirigible robado (1967). Una muy grata noticia, sobre todo si se tiene en cuenta que, hasta el momento, las únicas ediciones en DVD de la obra del checo disponibles en el mercado eran japonesas.



lunes, 31 de marzo de 2014

YÔJI YAMADA: EL BUEN SAMARITANO, en CineAsia.net

Otôsan, si aprendo a coser podré hacer kimonos, pero… ¿para qué me servirá estudiar los libros?”
“Bueno…seguramente nunca te será tan útil como coser. Pero ten en cuenta que estudiar los libros te da el poder de pensar. Aunque el mundo cambie, si tienes el poder de pensar, siempre sobrevivirás de algún modo. Y es válido tanto para chicos como para chicas.” (Conversación entre hija y padre extraída de El Ocaso del Samurái).   

1. Yoji Yamada2-LoveHonor 

Un samaritano de la Era Showa
Quedan muy pocos cineastas japoneses vivos a los que podríamos considerar como clásicos, de clásicos samaritanos, cuyas citas sean tan reveladoras como la reproducida más arriba. Yôji Yamada es uno de ellos. Él es un buen samaritano de la Era Shôwa (1926~1989), pues nació en los albores de esta longeva Era regida ideológicamente por el Emperador Hirohito, concretamente un 13 de Septiembre de 1931 en la ciudad de Toyonaka (zona de Kansai). Lo suyo es el puro clasicismo cinematográfico, amparado por una pulcra formalidad extraída del “gendai geki eiga” de posguerra. Ese cine que relataba el día a día de los conciudadanos japoneses es el que mejor domina: esos planos alargados mostrando la vida rutinaria de aquellos ciudadanos resignados con su felicidad prefabricada, dedicados a trabajar de sol a sol para mantener a sus familias, pero siempre con una sonrisa en la boca, son los que mejor resumen el engranaje de sus “gendai geki”. En cierto modo, esta dinámica filmada de forma acompasada es la misma que utilizaba el humanista Yasujirô Ozu en sus largometrajes, cuyos argumentos y escenarios parecían reciclarse de producción en producción, pero que le servían perfectamente para desarrollar sus propuestas entorno a las relaciones paterno-filiales. Yamada no sigue los métodos excéntricos impuestos por Ozu, ni tampoco su estilo técnico (es decir, planos estáticos y rodados a ras de suelo con algún leve plano secuencia entrecortado), sino que impone otra manera de rodar y de desarrollar sus historias. La familia tampoco constituye el núcleo central de sus filmes, mostrándose más interesado en recrear los momentos joviales de las personas. También muestra los pulmones de las grandes ciudades japonesas: esa plebe obstruida por la pujanza económica de un Japón que había perdido el miedo al fracaso personal y en el que sus proletariados veían su futuro con un ilusorio optimismo. Y ese optimismo lo plasma perfectamente en sus películas: los personajes tienden a ser apacibles, y eso hace que sus filmes nos dejen un buen sabor de boca, ya que consiguen serenar nuestras mentes. En cierto modo, su cine podría emparentarse perfectamente con el de Mikio Naruse: ambos realizan cine costumbrista, pero utilizando métodos de trabajo muy equidistantes entre sí (Yamada respetaba a sus actores, Naruse no). Tampoco filmaban de la misma manera, pero los dos seguían a raja tabla ese academicismo que veía peligrar su existencia, a consecuencia de los turbulentos años que se acercaban para la industria del cine japonés. Y es que Yamada empezó en la Shôchiku en 1954 como ayudante de dirección, justo después de licenciarse en la Universidad de Tokio. Tuvieron que pasar hasta siete años para que le dejaran dirigir su primer film: la comedia Nikai no Tanin (su traducción, más o menos literal, sería “Los extraños de la planta de arriba”). A continuación siguió los pasos de tantos otros cineastas afiliados a ésta compañía: entró en el estudio Ofuna y se especializó en comedias del tipo Baka Marudashi (“Exposición de un idiota”, 1964) o Natsukashi Fûraibô (“Un buen vagabundo veterano”, 1966). Con ellas asentó las bases de este tipo de comedias populares, repletas de personajes humanistas y que simplemente pretendían entretener mostrando la felicidad de los demás. Él quería que esa felicidad que mostraba en pantalla llegara a contagiar al espectador, y realmente así fue. Hay que pensar que Japón estuvo sumido en una larga posguerra, asediada en todo momento por las fuerzas de ocupación estadounidenses comandadas por el general MacArthur, con lo cual, esas historias ligeras que filmaba eran un digno entretenimiento para esas generaciones pretéritas al desarrollismo económico nipón y que tan mal lo habían pasado en la Segunda Guerra Mundial (ya fueran niños, excombatientes o las esposas de los mismos). Sus  primeras óperas primas (tal vez las más desconocidas para el espectador occidental) tuvieron aceptación entre un público variopinto. Por ende, su cine se fue extendiendo, y si ha sobrevivido al paso del tiempo ha sido gracias al soporte incondicional de jubilados y hombres de mediana edad que, por perfil generacional, fueron los descubridores del Yamada primerizo. Sin duda alguna, esos primeros años sirvieron para marcar las bases de su cine, acomodando posiciones en la industria cinematográfica nipona para que generaciones posteriores pudiesen nutrirse de sus historias, de la misma manera que lo habían hecho esos aldeanos de poblaciones remotas que contemplaban sus primeros filmes con entusiasmo y felicidad.
2. Yamada- El Pañuelo Amarillo de la FelicidadEl melodrama como terapia: el Yamada amable en los años del Milagro Económico
Pero se acercaban los 70, y con ellos, una fuerte crisis en el sector, acrecentada por la implantación masiva del televisor en todo hogar japonés. Yamada no plantó cara a las majors, como sí hicieron Nagisa Ôshima, Shôhei Imamura o Akira Kurosawa; se limitó a idear la saga que reportaría grandes beneficios económicos a la Shôchiku, es decir, Tora-san, dejando que la “nueva ola” la liara con sus discursos fílmicos afines a la lucha obrera de por aquel entonces. Yamada siguió sus postulados: rodar a la manera clásica, aunque eso no significaba que sus historias aborrecieran por su reiteración argumental. Un método de trabajo que ha permanecido intacto hasta sus más recientes producciones, como si ese cine que tanto aprecian ciertos aficionados al cine clásico japonés no hubiese pasado de moda (el mismo que Takeshi Kitano critica en Kantoku Banzai, burlándose cariñosamente de realizadores como Yazujirô Ozu). Por este motivo, el cine de Yamada se beneficia de una falta de modernidad, permitiéndole así seguir promoviendo una manera de rodar completamente desfasada en la actualidad y que para nada debe ser visto con negatividad. Ese cine que parece anquilosarse en una bobina mal cambiada o en un fotograma mal ensamblado es el que parece marcar la dinámica de sus filmes, de la misma manera que lo marcan las célebres películas de Keisuke Kinoshita. Y es que en el fondo, todo está inventado, y el academicismo clásico es el que es. Seguramente, en los tiempos que corren, saber distinguir entre una obra de Yôji Yamada, una película de Kinoshita de perenne duración y una copia restaurada de alguna producción de Hiroshi Shimizu (el primero en promover la destrucción de la estructura lineal clásica), parece tarea imposible en un simple visionado. Todo queda reducido al academicismo, al obsoleto blanco y negro (suerte que Yamada directamente rodó en color) y, en 3. El Pañuelo amarillo DVD Españadefinitiva, al gusto del propio consumidor. Y de entrada, el consumidor de cine japonés de nuestro país solamente conoce al bueno de Tora-san y algunas producciones concretas de los últimos años de su larga filmografía. Natural y comprensible, ya que este imprescindible director ha sido ignorado por las distribuidoras a nivel mundial. Por esta razón, vamos a remarcar algunas de sus películas más emblemáticas fuera del serial de Tora-san y que fueron rodadas en un momento en que la economía japonesa, en aras a una expansión que le llevase a convertirse en potencia mundial, no contempló su cine como potencial colonizador cultural (como sí lo había hecho en la década de los años 50). Dos de las mejores producciones que siguen esa línea costumbrista del “gendai geki” son Kazoku (Family, 1970) y Furusato (Home from the Sea, 1972), de temáticas similares, ya que mediante la ejemplificación de dos familias obreras, nos enseña, precisamente, ese crecimiento industrial que experimentó Japón a mediados de los 70. Difíciles de ver si no es a través del formato doméstico de importación, pero no estaría de más que alguna Filmoteca española apostará por Yamada de una vez por todas, o al menos por esos filmes que fueron recompensados por la Academia Japonesa: la hasta ahora desconocida El Pañuelo Amarillo de la Felicidad (1977); la extraordinaria Musuko (My Sons, 1991), que no deja de ser un relato de amor en la más rica tradición de las “renai eiga” (películas románticas); Gakkô (A Class To Remember, 1993), increíble relato sobre las conversaciones que mantiene un profesor con sus estudiantes de un instituto público nocturno (que a nadie se le pase por la cabeza encontrar en ella las revolucionarias palabras de Robin Williams en El Club de los Poetas Muertos) y que generó una tetralogía; y El Ocaso del Samurai. Obviamente, tampoco debemos olvidar Kinema no Tenchi (Final Take: The Golden Age of Movies, 1986), imprescindible película donde las haya producida por la Shôchiku, para rememorar el cincuenta aniversario del legendario estudio Ofuna y que fue supervisada por Tsuruo Iwama (uno de los máximos patrones de la compañía), que se empeñó en crear esa línea de edulcoradas películas en las que Yamada trabajó durante un breve período de tiempo y que han pasado a denominarse “melodramas Ofuna” (aunque yo las llamaría “comedias Ofuna” porque ahora resultan un tanto autoparódicas). También fue el guionista de Tsuri Baka Nisshi (“Diario de un chiflado idiota por la pesca”), una alargada serie de comedias sobre la pesca deportiva basadas en un longevo manga de los 80 de Jûzô Yamazaki y Ken’ichi Kitami y del que el realizador parece ser fiero lector (aunque nunca se haya atrevido a dirigir ninguna). Ejemplos cinematográficos, pues, de un hombre sencillo que no pretendía renovar demasiado la industria cinematográfica de su país, pero que inconscientemente la remodeló de pies a cabeza. Hasta que probó suerte con el “jidai geki” y con solemnidad quiso demostrar que podía honorar a este otro gran género de las artes japonesas de una forma compleja, profundizando con rigurosidad insondable sobre la figura del samurái, sin rehusar a su sencillez argumental.
4. Yamada-El Ocaso del Samurai cartelJidai Geki vs Gendai Geki
El Ocaso del Samurai (2002), The Hidden Blade (2004) y Love & Honor (2006) configuran una trilogía “jidai geki” muy sólida, un cine de samuráis majestuoso, que le ha servido para que otorguen a Yôji Yamada el distintivo del nuevo maestro del cine de época contemporáneo (valga la contradicción). Las pequeñas e intensas batallas que se suceden en estas películas pueden recordar a esos chanbara tan bien facturados por realizadores como Hideo Gosha o Kihachi Okamoto, sin pasar por alto un filme que siempre ha pasado algo inadvertido por el seguidor del cine japonés como es Silence (1971), de Masahiro Shinoda, al que le debe muchísimo toda esta trilogía. Tal vez, y por la poca penetración de estos tres mencionados cineastas en nuestro país, esos pocos minutos de choques con espadas, que configuran esas breves secuencias de acción, a muchos les recuerde a los momentos álgidos de los filmes de samuráis que dirigió Akira Kurosawa (siempre salvando distancias). Incluso el ritmo de esta trilogía difiere con el de los chanbara contemporáneos (exceptuando La Espada del Samurai, de Yojiro Takita), más preocupados en tecnificar el término con el uso de efectos especiales y la reubicación de esos parajes feudales en ambientes urbanos (la posmodernización a la orden del día). Incluso, si cogemos una producción reciente como Hana (Hirokazu Koreeda, 2006), veremos que para nada contempla ese clasicismo genérico: en muchos chanbara (incluidos los de Yamada), la manera de vivir del samurai entronca con la filosofía del bushidô, mientras que en la reciente producción de Koreeda, el samurái parece estar buscando aislarse de todo ese mundo de guerreros nobles, como si intentará cargarse ese estamento sacralizado al que pertenece. Yendo al grano: los samuráis de las películas de Yamada se sienten muy orgullosos de pertenecer a 5. Yamada-Hidden Blade carteleste estamento, lo que no significa que no puedan cuestionarlo. Así pues, podemos afirmar que esta trilogía contiene la filosofía del “bushidô”, el camino que el octogenario guerrero necesitaba para terminar de cerrar su círculo profesional. Y es que como hemos visto, hasta que no empezó a rodar El Ocaso del Samurai, poco jidai geki había rodado (por no decir ninguno). Recordemos que lo suyo eran las historias contemporáneas ciertamente humanistas, cuyo espíritu ha trasladado a esta trilogía tan bien definida y que sirve de excusa para apreciarla en toda su magnitud: mientras que en El Ocaso del Samurai, un guerrero de bajo rango vive más preocupado por proteger a su familia que no por desenvainar su katana (ansiando casarse con su amor platónico), en The Hidden Blade, un samurai (también enamorado) intenta frenar una conspiración que han perpetrado contra él, evitando cualquier acto que promueva la violencia, a la que recurrirá si no hay más remedio. Para cerrar con Love & Honor, donde refleja la dedicación y fidelidad de muchos samuráis con su amo y sirve para demostrar la valentía de un veterano maestro del séptimo arte para afrontar un género en el que se mueve como pez en el agua. Yamada nos sugiere con esta trilogía que el pasado feudal japonés forma parte de la idiosincrasia del pueblo japonés, y como tal, hemos de respetarlo.
6. Yamada-Tora-san1El fenómeno Tora-San
No se puede ser aficionado al cine japonés si no se conoce la figura de Tora-san. A cualquier japonés que roce los 50 y se le pregunte por este caballeroso personaje sabrá responderte con una mirada nostálgica. Pero… ¿quién es Tora-san? ¿Qué lo hace tan especial? Tora-San es el apelativo de Torajirô Kuruma, un solitario personaje surgido de la imaginación del propio Yamada, que se dedicaba a la venta ambulante con su fiel maletín y su desgastado sombrero. Este entrañable personaje fue encarnado por Kiyoshi Atsumi hasta su muerte, que con su cara de pan, supo darle un aire especial que rápidamente se apoderó de todos los corazoncitos japoneses (especialmente de los del público femenino). Tora-san apareció por primera vez en 1969 en Otoko wa Tsurai Yo (que podría traducirse como “es duro ser un hombre”) y, dado su éxito, al cabo de pocos meses se puso en marcha la secuela: Zoku Otoko wa Tsurai Yo (también conocida por Tora San’s Cherished Mother). Fue en realidad a partir del tercer filme cuando se optó por dar más empaque a Tora-san en los títulos de cara a su promoción, añadiendo un subtítulo que venía a avanzar lo que le sucedería al personaje en el largometraje en cuestión o incluso a mencionarlo por debajo del título oficial en una tipografía más diminuta. Así, la tercera entrega se tituló Otoko wa Tsurai yo: Fûten no Tora (“Es duro ser un hombre: su tierno amor). Cabe decir que el inicio de esta saga fue la salida económica para la Shôchiku, que había experimentado un declive en taquilla a consecuencia de la televisión y de la fuerte competencia del sector (la Nikkatsu vendía como rosquillas sus “roman porno” a pequeñas salas; la Toei se inventó las “pinky violence” y la Daiei había iniciado la saga Zatoichi). En un abrir y cerrar de ojos, las películas que precedieron se conocían por el nombre del personaje y no por su título oficial, más el mencionado titular que indicaba en que líos se metía el bueno de Tora-san. De hecho, los argumentos que conformaban cada película de esta longeva saga (48 en total, de las cuales Yamada se encargó de 46) seguía la misma estructura básica: Torajirô llegaba a algún lugar remoto para ofrecer sus servicios, viéndose envuelto en algún pequeño lío, que terminaba con algún romance de por medio. Y es que eso sí que lo tenía Tora-san: ¡se ligaba a toda pueblerina que se le cruzase por delante! Era un romántico empedernido, con su sonrisa de oreja a oreja (típica mueca de Kiyoshi Atsumi). Por este motivo, estos filmes fueron tan populares entre las mujeres de mediana edad de la época (y también entre algunas jovencitas). De hecho, la interpretación que ofrecía Atsumi parecía salida de una típica “ninkyo eiga”, es decir, esas películas caballerescas protagonizadas por “yakuza” que se debatían entre el amor hacia su dama y los principios de su clan. Este subgénero del “yakuza eiga” se llegó a emparentar con ciertas producciones de Tora-san. En realidad, toda la saga siempre se debatió entre la comedia y un buen “shomin-geki eiga” (que podría definirse como un drama sobre gente común o sobre la clase trabajadora), es decir, producciones que relataban las vidas de las clases humildes. Y es que Torajirô procedía de Shibamata (perteneciente a  Katsushika, uno de los últimos barrios o ciudades anexadas a Tokio), un lugar marcado por la humildad de sus habitantes y donde residía parte de su familia. Precisamente, es en Shibamata donde se ubica el Museo oficial de Tora-san, peregrinaje para los amantes del cine japonés y seguidores del personaje. La estación de Shibamata ya es un claro indicativo de dónde estamos, pues una figura de Tora-san nos espera para darnos una cálida recepción. Ésa es la sensación que transmiten sus producciones al visionarlas: una extraña calidez que nos conduce a un sentimiento nostálgico por ese cine empático con sus seguidores. Lástima que Tora-san muriese en 1995 con Kyoshi Atsumi. Quedémonos pues con el séptimo film de la saga: Tora-san, the Good Samaritan, cuyo título refleja lo que de verdad significa este personaje (y el propio Yamada) para el público japonés.
CARAT OUR.fh11Hacia el final del ocaso
Tora-san nos permite hablar del excelente refinamiento del “gendai geki”, de la pormenorizada descripción de esas callejuelas, ambientes, locales… que se resisten a desaparecer, a ser engullidas por las mastodónticas y acristaladas torres babilónicas de las grandes metrópolis niponas. De las maneras de hacer de la gente de antaño, de la jerga de esos distritos de grandes ciudades en los que sus vecinos aun promueven el pequeño comercio de toda la vida. En Kabei (Nuestra Madre, 2008), pero sobre todo, en Otôto-san (2010) y en Una Familia en Tokio (2013), se perpetúa esa inmortalización del Japón respetuoso, protocolario, de las buenas formas. La que más se distancia, por el período de posguerra que retrata, es Kabei. De hecho, en ésta, Yamada ofrece pinceladas directas de ese mencionado “shomin geki” pero en su estado embrionario, ese que en su momento era apreciado en los cines de barrio de esos distritos más deprimidos porque fue rodado al alimón con la dura época con la que debían lidiar su público potencial. Además la viste de polémica al reconsiderar todas esas valoraciones nacionalistas extremistas que pusieron en jaque al pueblo nipón durante la Segunda Guerra Mundial. Las leves críticas que efectúa con cierta sorna dudo que ofendiesen a nadie, pero su discurso sí se podría emparentar ligeramente con el de escritores como Kenzaburô Ôe o Masuji Ibuse, grandes humanistas y sociólogos cuyas visiones reflexivas entorno al conflicto bélico que hundió Japón en la miseria desde siempre han suscitado cierta 8. UnaFamiliaDeTokio_DVD_Frontalcontroversia. En todo caso, el objetivo de Yamada no era encender la mecha de la polémica, y sí establecer un puente de diálogo con el espectador a través de una sufrida esposa y madre de familia que debe defender a su marido ante los de su comunidad después de que sea acusado de comunista. Se aparta, pues, de las misivas incendiarias que pueda contener subversivamente éste relato que pretende rememorar un pasado muy oscuro mediante un elaborado guión y unos diálogos solemnemente muy bien trazados. Y teniendo en cuenta que la rodó con 76 añitos, se podría decir que fue todo un reto para él. El mismo reto que le supuso encarar el rodaje de Una Familia de Tokio a los 82 años, remake del Cuentos de Tokio (1953) de Ozu y que tuvo que ser pospuesta por orden expresa de Yamada al coincidir el inicio de su rodaje con el terrible terremoto del 11 de Marzo de 2011 y su posterior tsunami que afecto toda la zona Tôhoku.
Ahora solo anhelamos poder ver en breve The Little House, el drama que ha rodado basándose en una novela de Kyoko Nakajima y en la que su actriz protagonista, Haru Kuroki (que pronto veremos en Silver Spoon, el “live-action” que se está preparando sobre el divertidísimo manga de agricultura de homónimo nombre dibujado por la autora Hiromu Arakawa), ganó el Oso de Plata como mejor actriz en la reciente edición de la Berlinale. Un premio que también sirve, en menor medida, para conmemorar la longeva carrera de un cineasta consagrado por sus espectadores entregados; un buen samaritano que sobrevive al paso de las Eras con mucho decoro y humildad.   
Un reportaje de Eduard Terrades Vicens


sábado, 22 de marzo de 2014

JEANNE DIELMAN, en Letrinas



Para estas cosas sería preferible dejar pasar un tiempo prudencial, permitir que el poso de sus imágenes se vaya asentando en la memoria y sólo entonces, después de comprobado el peso que deja en el recuerdo, tirarse a la piscina o a la socorrista de la piscina con una valoración tan contundente. Pero sinceramente no me apetece ser prudente.  Y menos cuando nos referimos a una propuesta tan excesiva y falta de moderación como la de Chantal Akerman, sólo comparable en radicalidad a la estima que siento por ella. Porque Jeanne Dielman,  23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles figura desde ya entre mis diez películas favoritas de todos los tiempos. Y además se postula como firme candidata a hacerse algún día, quién podría asegurarlo, con el primer puesto...

Si tuviera que definirla en unas cuantas palabras, si me obligárais a sintetizar sus 193 minutos en apenas una frase lapidaria diría sencillamente, y no me temblaría la voz, que con ella Akerman tuvo la valentía de filmar lo que Antonioni u Ozu soñaron toda su vida y nunca tuvieron cojones de hacer.  Jeanne Dielman es un milagro del séptimo arte que logra despojar al cine de cuantas cicatrices estigmatizan necesariamente el cuerpo de un medio que es, por definición, puro artificio. Todas las yagas de la ficción se desvanecen en ella, se volatilizan en el paroxismo de lo artificioso para persuadirnos, y de qué manera, de que asistimos al terrible espectaculo de la vida cotidiana tal cual, sin filtros, ni aditivos ni conservantes. Lo cual, por supuesto, constituye una enorme mentira, pero una mentira tan bien armada que cualquiera estará dispuesto a aceptarla como verdad. 
Posicionada así en el polo más  opuesto que quepa imaginar al cine estrafalario de David Lynch o  al pretencioso de  Lars von Trier, a los que sin embargo da sopas con honda en cuanto a arrojo, sinceridad y extremismo, para mí Jeanne Dielman supone una lección antológica de cómo debe construirse el discurso cinematográfico, un discurso que se aleja radicalmente de los resortes y engranajes propios de la literatura o  que se desnuda por completo de cualquier intención pseudofilosófica. Un discurso que se revela además como genuínamente cinematográfico en cada uno de sus planos, en cada una de sus secuencias, en cada uno de sus silencios. La película de Akerman dice y habla  de muchas cosas, pero las dice y las habla como le corresponde decirlas y hablarlas al cine, como en definitiva sólo el cine puede hacerlo: con la rotunda elocuencia que se desprende de la fisicidad de las imagenes en movimiento, signifique eso lo que sea que se suponga deba significar.
Insisto, un chute puro de cine, el más puro que recuerde haberme metido nunca pal cuerpo.
 



lunes, 3 de marzo de 2014

LOS PARAGUAS DE CHERBURGO, por Carlos Giménez Soria

D

 "Aunque los musicales son un producto americano
también los hay europeos"
Lars von Trier

 Dentro de la nouvelle vague francesa surgida a finales de los años 50, aparecieron muchos cineastas con estilos muy diferentes. Uno de ellos fue el desaparecido Jacques Demy, cuya admiración por el musical americano le condujo a experimentar con nuevas formas plásticas de combinar la música con las imágenes. Después de debutar con Lola (1960), ópera prima en la que ya asomaban las características que pronto se apreciarían en sus films posteriores, Demy se volcó decididamente en su particular exploración de las posibilidades expresivas de ese cine musical que había sido abordado con tanta ligereza en los Estados Unidos. La originalidad de sus planteamientos a la hora de mezclar el melodrama romántico con el género musical dio como resultado una obra innovadora que tuvo gran impacto entre crítica y público. La primera película que Demy realizó dentro de esta línea fue Los paraguas de Cherburgo (1964), coproducción franco—alemana que en su día se alzó con la Palma de Oro en el Festival de Cannes y catapultó la carrera de la actriz Catherine Deneuve.

Fotograma de Los paraguas de Cherburgo.

El argumento secciona el film en tres partes: la partida, la ausencia y el regreso. La primera parte se inicia en noviembre de 1957 y nos muestra la historia de amor entre Geneviève (Catherine Deneuve), una muchacha que trabaja en una tienda de paraguas, y Guy (Nino Castelnuovo), un joven mecánico algo mayor que ella. La pareja tiene previsto casarse, pero Guy es llamado para cumplir el servicio militar en Argelia por un periodo de dos años. Ante la incertidumbre de cuando volverán a verse, ambos deciden pasar su última noche juntos. La segunda parte nos presenta a Geneviève encinta y en una situación constante de soledad e indecisión: las cartas de Guy se vuelven cada vez más infrecuentes y vagas y, al mismo tiempo, ella recibe la proposición de matrimonio de Roland Cassard (Marc Michel), un joyero que está dispuesto a hacerse cargo de la criatura. Apremiada por su madre (Anne Vernon), la joven acepta casarse con el diamantista y se marcha de Cherburgo. En la tercera parte, Guy regresa y se va sintiendo paulatinamente más triste ante la nueva situación. Desorientado y taciturno, decide casarse con Madeleine (Ellen Farmer), la joven que cuidaba de la tía enferma de Guy —ahora fallecida—, y abre una gasolinera con el dinero de la herencia. En un epílogo, ubicado temporalmente en diciembre de 1963, Geneviève y Guy vuelven a encontrarse: ella se detiene accidentalmente con su automóvil a repostar en la gasolinera de Guy. Para entonces, ambos ya han rehecho sus vidas y no tienen nada que decirse.

Fotograma de Los paraguas de Cherburgo.
Fotograma de Los paraguas de Cherburgo. 

El final de la película se nos antoja irremediablemente triste siempre que lo volvemos a ver. La frialdad con la que ambos se tratan nos sugiere una sensación de conformismo y resignación respecto a sus vidas actuales, actitud que procuran enmascarar bajo el semblante de dos rostros endurecidos por las circunstancias que les han caído en suerte. A tal efecto contribuyen decisivamente los fenómenos naturales y el vestuario presentados en la escena: la acción tiene lugar de noche, en mitad de una nevada, y, mientras que Guy viste un mono de trabajo, Geneviève luce un vestido muy elegante que marca la diferencia social que los separa.

Por otra parte, la escena inicial ya nos da la medida de las pretensiones estéticas de Jacques Demy. Mediante un fundido en negro con apertura en iris, vemos un plano general del puerto de Cherburgo desde una ángulo elevado. La cámara lleva a cabo una pausada panorámica vertical que sitúa el objetivo en picado, en posición perpendicular al suelo. Instantáneamente, empieza a llover y apreciamos como las gotas de agua en su caída se alejan progresivamente del primer plano. Al mismo tiempo, comenzamos a escuchar la sentimental partitura de Michel Legrand y observamos a la gente cruzando el cuadro de la pantalla en distintas direcciones. De repente, una fila de paraguas se detiene para dejar pasar a una madre que lleva a su bebé en un carrito. En la pantalla, aparece en sobreimpresión el título original de la película.
Fotograma de Los paraguas de Cherburgo.

Lejos estamos en ese momento de sospechar que Los paraguas de Cherburgo es una obra con los diálogos íntegramente cantados a modo de ópera. La extrañeza inicial que este hecho puede producir en el espectador se supera rápidamente por el desmelenadísimo romanticismo fatalista que rezuma el film y uno pasa a encontrarse súbitamente cautivado por la belleza pictórica de los decorados de Bernard Evein y los emotivos compases de la música de Legrand. La grandeza del cine de Jacques Demy reside precisamente en el talento con el que es capaz de combinar dichos elementos y concederles especial relevancia. La decoración está muy trabajada a nivel cromático de manera que el uso del color, por irreales que resulten sus tonalidades, tenga un significado expresivo en cada escena. Abundan los colores vivos en las escenas alegres y los colores oscuros en las escenas tristes (como, por ejemplo, la despedida en la estación de tren) y su intensidad está muy mesurada. La ropa, los muebles y el papel pintado de las paredes de las habitaciones son un verdadero espectáculo pictórico deudor de los cuadros de Matisse. En ello, hallamos, pues, una ruptura voluntaria con la realidad y una intencionada artificiosidad colorista con la que Demy subraya su voluntad de estilo.
Fotograma de Los paraguas de Cherburgo. 
No obstante, todos estos componentes reunidos a la vez en una película podrían sugerirnos una fácil caída en la sensiblería más espantosa y visualmente llamativa. Sin embargo, Demy los maneja con una habilidad que aparta a la obra en todo momento del terreno de la cursilería y la introduce en el de la amargura propia de las historias de amor truncadas por el propio devenir de la vida. Un devenir que conduce a las personas por caminos de circularidad en medio de los cuales se dan encuentros, separaciones y pérdidas definitivas que tienen lugar por la propia naturaleza azarosa y casual de la existencia humana. Sin ir más lejos, el personaje que finalmente se casa con Geneviève, Roland Cassard, había sido el joven enamorado de Anouk Aimée que finalmente partía hacia un destino desconocido en la antes mencionada Lola.
Fotograma de Los paraguas de Cherburgo.El momento álgido de romanticismo en Los paraguas de Cherburgo es la citada escena de la despedida de la pareja en la estación de tren. Se trata de una escena a la que el cineasta francés trata de dar un énfasis especial, subrayando su relevancia por medio de una planificación muy clásica y precisa —que nos recuerda las despedidas de las grandes historias de amor hollywoodenses— y también mediante el uso de la canción Je t'attendrai, que previamente ya ha sido anunciada como leitmotiv musical de la película y que constituyó uno de los éxitos más populares del compositor Michel Legrand. 

Fotograma de Los paraguas de Cherburgo.

En vista de los buenos resultados obtenidos con Los paraguas de Cherburgo, Jacques Demy trató de adentrarse más plenamente en el terreno del musical americano con su siguiente película Las señoritas de Rochefort (1967), donde además hizo bailar a las hermanas Catherine Deneuve y Françoise Dorléac acompañadas por el veterano coreógrafo y bailarín estadounidense Gene Kelly. Por desgracia, el resultado no acabó de cuajar, aunque ambas películas han pasado a componer, junto con Lola, un tríptico sobre las ciudades francesas de provincias.

Pese a todo, la experiencia no desanimó a Demy, quien, casi veinte años después de Los paraguas de Cherburgo, volvió a rodar otra película íntegramente cantada, Una habitación en la ciudad (1982), que suple el romanticismo de su precedente por medio de una historia de tintes más realistas y con un final absolutamente descorazonador. 


lunes, 24 de febrero de 2014

HIROSHIMA, por Rubén Redondo


Soy un profundo admirador del anime japonés. Allá por inicios de los años noventa el cine de animación nipón, que los aficionados de por aquel entonces no dudábamos en denominar como manga, apenas era una isla rodeada por la marea del dibujo animado estadounidense. No obstante, las televisiones privadas aprovecharon su escasez de presupuesto para apostar por otros mercados diferentes al monopolio americano, introduciendo así en masa las grandes series animadas creadas por los principales estudios del lejano oriente. Si nos centramos en términos cinematográficos, fueron los noventa la década que permitió aterrizar en nuestro país al cine del Studio Ghibli y por tanto a su fascinador y singular universo, el cual para un espectador occidental no acostumbrado al profundo humanismo adulto del dibujo japonés era ciertamente cautivador.

Hiroshima

Me maravilla como los japoneses han sabido utilizar el arte animado para verter sobre el mismo historias ajenas al universo infantil, mezclando con una maestría propia de los grandes artesanos la mirada inocente que desprende el formato anime con historias turbias y oscuras, emanadas directamente del mundo de las pesadillas y los traumas, legando así obras imperecederas que se han quedado grabadas en la memoria. Es el caso por ejemplo de la demoledora La tumba de las luciérnagas, película que con un estilo poético insuperable dibujaba un esbozo cruel sobre las heridas que sajaron la vida de los japoneses durante y tras el Holocausto Nuclear de Hiroshima y Nagasaki.

Sin embargo, La tumba de las luciérnagas no fue la primera obra animada en ubicar su trama en la memoria del Holocausto. Años antes el cineasta japonés Mori Masaki tuvo la valentía de sacar a la luz una de las obras más excesivas, perturbadoras, devastadoras, terroríficas y brutales de las que ubicaban su sinopsis alrededor de los traumas que dejó tal infame acontecimiento en la mente de los testigos supervivientes. Y es que Hiroshima no solo fue el germen que dio lugar a la obra maestra de Isao Takahata, sino que podríamos calificarla como el reverso tenebroso y visceral de la misma. Pocas películas del anime japonés me han provocado un vacío tan intenso como Hiroshima y aún no adivino cual es el motivo de tal efecto.

Hiroshima

Quizás la explicación se encuentre en la propuesta narrativa por la que apostó Masaki, optando por dividir el film en dos partes claramente diferenciadas. En el primer tramo la cinta se centra en mostrar las peripecias experimentadas por una familia japonesa compuesta por un padre pacifista que se ha negado a participar en el conflicto bélico, una madre embarazada a punto de dar a luz a su retoño que apenas puede mantenerse en pie debido a la debilidad que muestra provocada por la falta de alimentación, y tres hermanos muy unidos, la responsable hermana mayor, el travieso e impetuoso Gen y el benjamín de la familia inseparable compañero de aventuras de Gen. En la primera parte, la cinta adopta un estilo muy clásico en el cual se observan los patrones más característicos del manga japonés: humor desenfadado apoyado en las diabluras de los dos hermanos protagonistas que sirven para dibujar el retrato de la sociedad japonesa de la época caracterizada por la escasez en la provisión de alimentos, así como por la presencia del patriótico orgullo nacional en cada una de las casas vecinas a la de la familia protagonista.

En este tramo del film la luminosidad del dibujo contrasta con la triste vida que los inconvenientes del destino acarrean a la familia de Gen. Igualmente, la fábula gira entorno a Gen, perfilando pues al personaje a la perfección a base de los pequeños acontecimientos que esbozan la pícara y piadosa personalidad del infante. Asimismo se describe la vida de Hiroshima en los días previos al lanzamiento de la bomba atómica por el Enola Gay, incluyendo de forma muy sutil e inteligente trazos bélicos accesorios (miedo a los bombardeos, despedida de familiares que parten hacia el frente, etc) que simplemente complementan la trama principal que adereza este vector.

Hiroshima

Sin embargo, la atmósfera del film da un giro radical justo en el instante en el que se rememora la escena del lanzamiento de la bomba nuclear. El estallido de la misma en el suelo de Hiroshima vuelca el cosmos del film de forma que la oscuridad y el cine de terror terminan apoderándose del mismo. Tras este monstruoso acontecimiento la cinta narrará la lucha por la supervivencia en un ambiente dantesco de los habitantes de Hiroshima y fundamentalmente de Gen y su madre. La secuencia que describe el estallido de la bomba es simplemente brutal y, porque no decirlo, repugnante. El flash luminiscente que emana del mortífero artefacto devorará la vida de ancianos, mujeres y niños de forma indiscriminada, provocando que los ojos se salgan de las órbitas y que las víctimas vomiten sangre directamente a la cara del espectador.

Masaki no duda en dibujar para impactar y sobrecoger al espectador en una de las secuencias de animación más horribles y chocantes de la historia del cine. La sensibilidad de La tumba de las luciérnagas torna en una brutalidad seca difícil de soportar que directamente se estampa en el cerebro. En mi caso particular, tuve que apartar la mirada de ciertos dibujos debido a la crueldad y violencia de los mismos. La línea caracterizada por el anime clásico se tuerce hacia el surrealismo influenciado por las pinturas negras de Goya, hecho éste que provocará un gélido escalofrío que recorrerá permanentemente todo el cuerpo del espectador. Es sin duda Goya el principal referente de Masaki a la hora de tallar el horror de la masacre.

Hiroshima

Por si fuera poco, este tremendo impacto se acrecienta por la sádica y atroz escena en la que el padre, la hermana y el bisoño hermano de Gen mueren achicharrados entre los escombros derruidos del hogar, sin que los esfuerzos desesperados de la aquejada madre y el pequeño Gen surtan efecto alguno. Tras estas dos escenas, mi cuerpo experimentó un vacío existencial de difícil recuperación. Las siguientes secuencias mostrarán la lucha por la supervivencia de Gen, su madre y el hijo recién nacido en un hábitat hostil plagado de zombies infectados por la irradiación nuclear. Así contemplaremos a seres de caras grises carentes de pelo y revestidos con heridas en las que los gusanos campan a sus anchas devorando la putrefacta carne humana, madres enloquecidas por el hecho de no haber podido salvar a sus hijos, seres momificados atormentados por sus heridas psíquicas y físicas y fundamentalmente la lucha de Gen por salvar a su madre y hermano, así como a un niño huérfano de tez muy parecida a su querido hermano desaparecido, lo cual sirve para lanzar una esperanzadora mirada sobre los esfuerzos y la lucha del hombre por sobrevivir ante el terror.

Tengo que advertir que la película no es apta para todos los estómagos. La real dureza de sus imágenes puede que no sean toleradas por cierto perfil de espectador, así como el exceso de bilis y la crudeza con la que se describen las consecuencias de los bombardeos nucleares. Quizás la famosa escena presente en Hiroshima solo sea comparable por el sadismo con el que se retrata el bombardeo con la secuencia que resume el mismo en la magistral Lluvia negra de Shohei Imamura. Es cierto que algunas críticas vertidas a la cinta acerca de su extremo realismo próximo al amarillismo más sensacionalista puede que sean fundadas. No obstante, en mi opinión ello es justificable desde la perspectiva de la narración descrita desde el punto de vista de la víctima. Sin duda, Hiroshima es un lienzo creado para expiar los traumas que el Holocausto provocó en buena parte de la población japonesa, y lo que me parece aún más magistral es que este cuadro no está dibujado con la rabia vengativa que podría justificarse dada la crueldad de los hechos sucedidos, sino que al contrario, Masaki traza una historia perversamente violenta, pero colmada de una mirada humanista con la clara pretensión de concienciar a víctimas y verdugos para que los acontecimientos proyectados no vuelvan a ocurrir bajo ninguna circunstancia, ya que las consecuencias serían irreparables para nuestro mundo.

Hiroshima

Es por ello que considero Hiroshima una película de imprescindible visionado para cualquier espectador sea o no amante del séptimo arte, ya que como propone Masaki, a veces es preciso experimentar el horror que emana la cinta para sensibilizar al espectador acerca de las terribles secuelas de la política nuclear, legando igualmente una bella parábola acerca de la capacidad de superación y supervivencia que acicalan al espíritu humano. Por favor, sean valientes y atrévanse a experimentar los horrores de la guerra.