viernes, 31 de enero de 2014

TEMPESTAD SOBRE WASHINTONG, en Ciclos de cine

Una de las virtudes de Otto Preminger, como productor-director independiente, fue la valentía a la hora de abordar en sus películas un buen número de temáticas controvertidas de forma objetiva y en profundidad. En “Tempestad sobre Washington” el director austríaco nos ofrece un pormenorizado retrato de la clase política norteamericana y de las luchas de poder, más sucias que limpias, que se gestan en los salones y pasillos de la Casa Blanca y el Capitolio.
Amparado en su habitual claridad narrativa, y valiéndose de un extraordinario reparto coral en el que destacan estrellas de la talla de Henry Fonda, Charles Laughton o Gene Tierney; Preminger da buena cuenta de los principios y mecanismos que mueven la maquinaria política de Washington, y se vale de una exposición casi pedagógica de los mismos, para realizar una severa crítica a la clase política estadounidense; una crítica fácilmente extensible a la clase política de cualquier democracia occidental.

FICHA TÉCNICA: TEMPESTAD SOBRE WASHINGTON “Advise & Consent”
AÑO: 1962. DURACIÓN: 139 min. PAÍS: Estados Unidos.
DIRECTOR: Otto Preminger.
GUIÓN: Wendell Mayes. Música: Jerry Fielding.
FOTOGRAFÍA: Sam Leavitt (B&N).
REPARTO: Henry Fonda, Charles Laughton, Don Murray, Walter Pigdeon, Lew Ayres, Franchot Tone, Peter Lawford, Burgess Meredith, Gene Tierney, George Grizzard, Paul McGrath, Inga Swenson.
PRODUCTORA: Columbia Pictures. Productor: Otto Preminger.
GÉNERO: Drama. Política.

SINOPSIS: El presidente de los Estados Unidos propone a Robert Leffingwell como secretario de estado; nos encontramos en plena guerra fría y Leffingwell, un intelectual independiente y de ideas avanzadas, es el hombre en el que el presidente confía para continuar sus políticas en pro del diálogo y de la no beligerancia con el bloque comunista.
Antes de ocupar su cargo el candidato presidencial debe ser revalidado por una mayoría de los senadores que componen el Capitolio, pero conseguir esa mayoría será una misión complicada, ya que un nutrido grupo liderado por el ultraconservador senador por Carolina del Norte, Seabright Cooley, se opondrá con vehemencia al ascenso de Leffingwell.


En 1962 Otto Preminger estrenaba su adaptación de la novela “Advise & Consent” escrita por Allen Drury y ganadora del Premio Pulitzer en el año 1959. El realizador y productor independiente se encontraba en la cresta de la ola de su carrera tras enlazar sus dos mayores éxitos Anatomíade un Asesinato(1959) y “Éxodo” (1960).
Corrían buenos tiempos para el trasgresor Preminger y en “Tempestad sobre Washington” repetía, una vez más, la formula cinematográfica que tan buenos resultados le había dado: Un sólido guión eminentemente crítico con el sistema y en el que se afrontan sin tapujos temas espinosos o directamente considerados tabú; más un plantel de buenos intérpretes, jóvenes y veteranos, en el que destacan una o varias estrellas; y por supuesto su particular estilo narrativo, caracterizado por la objetividad en la exposición, un estilo abierto que invita al espectador a extraer sus propias conclusiones.

Si bien la película no alcanzó las cotas de popularidad de sus precedentes, sí podemos afirmar que en calidad cinematográfica les va a la zaga; si bien no es una película tan redonda como Anatomía de un Asesinato sí es, a mi juicio, superior a “Éxodo” y sorprendentemente mucho más entretenida.
Viene al caso apuntar aquí que Peter Bogdanovich en una de sus entrevistas, casualmente preguntaba a Preminger si valoraba más una película de éxito comercial, como Anatomía de un Asesinato, respecto a otra, como “Tempestad sobre Washington”, que no había cumplido las expectativas comerciales que se le presuponían; a lo que Otto respondía: “Yo no me pongo a pensar: ¿Esta película es buena o es mala? Eso lo dejo para los que escriban mi necrológica, que se preocupen ellos de esas cosas… si me pusiera a analizarlo, personalmente pienso que “Tempestad sobre Washington” es mejor película que “Anatomía de un Asesinato”. Además cuando hablamos de éxito estamos hablando de taquilla y una película que no atrae a muchos espectadores no tiene porque ser un fracaso. Si consigo transmitir lo que quiero transmitir, para mi la película ha sido un éxito.”



Para la elaboración del guión Preminger contó con Wendell Mayes con el que ya había trabajado en Anatomía de un Asesinato.
Mayes realiza un gran trabajo a la hora de adaptar la novela; consigue la difícil misión de guiarnos a través una compleja trama de intriga política enriquecida con elementos dramáticos, gracias a los diálogos e interacciones de un considerable número de personajes magníficamente dibujados. Y por si fuera poco, y esto es de especial interés para los espectadores que desconocen el funcionamiento de la democracia presidencialista norteamericana, describe de forma notable las competencias del Senado como supervisor de las políticas presidenciales y sus mecanismos de funcionamiento (ya sean transparentes o subterráneos).
Mayes y Preminger integran de una forma fluida y didáctica todo este caudal de información, imbricándolo desde el inicio del metraje con suma eficacia dentro de la trama; todo un acierto ya que sin estas explicaciones la película hubiera quedado francamente lastrada.

En una entrevista del año 1966 Preminger comentaba al respecto: “Yo creo que la parte interesante de la historia consiste en mostrar como funciona el Gobierno Norteamericano. En la película hay una crítica muy dura a nuestro sistema de gobierno, y el hecho de tener libertad para hacer eso es fenomenal. Parece mentira que el gobierno permitiese hacer una película como esa, este film demostró que, con todas las quejas que se escuchan, este país es el único país libre, el único en el que hay libertad de expresión”.
Curiosas afirmaciones estas y más viniendo de un europeo que una y otra vez había espoleado con sus películas a la sociedad americana y a su establishment… Lo que si queda claro es que el bueno de Preminger, desde su independencia, hizo un buen uso de esa libertad de expresión que tanto alababa.


El motor argumental de la película, que además es el culpable de desencadenar la tempestad que da título a la versión en castellano, es la designación por parte del presidente de los Estados Unidos (Franchot Tone) del progresista Robert Leffingwell (Henry Fonda) como secretario de estado; el presidente convaleciente de una grave enfermedad cardiaca ve en Leffingwell al mejor heredero para consolidar su política exterior a favor de la no beligerancia.
Como la designación de Leffingwell debe ser refrendada por votación en el Senado, el jefe del partido que ostenta la mayoría en el Capitolio (Walter Pidgeon) ejerciendo su función de consolidar las políticas presidenciales, comienza a cerrar alianzas con otros senadores para conseguir la tan necesaria victoria en las votaciones.
Pronto surgen disensiones dentro del propio partido y el veterano senador Seabright Cooley (Charles Laughton), se alza como un fuerte opositor a la designación de Leffingwell. Los motivos de esta oposición parten de un planteamiento político conservador y anticomunista, pero van mucho más allá, ya que se mezclan con un deseo de venganza personal contra el propio Leffingwell por antiguos rifirrafes políticos.
Cooley en la sesión del Senado cuestionará la blandura de sus planteamientos en política exterior e insinuará en el candidato un sospechoso exceso de simpatía por el “enemigo comunista”.
Para despejar cualquier duda sobre la idoneidad del candidato presidencial se acabará creando una comisión especial, presidida por el joven y rígido senador por Utah Brigham Anderson (Don Murray), que se encargará de investigar el pasado de Robert Leefingwell y le someterá a entrevista en una sesión extraordinaria del Senado.
En paralelo a la investigación dará comienzo una guerra sucia entre los partidarios de ambas facciones y en ella la mentira, el encubrimiento y la coacción serán moneda de uso corriente. Leefingwell y Anderson sufrirán fuertes presiones al ser amenazados con revelar elementos de su pasado, ya que si éstos finalmente acabaran por hacerse públicos destruirían algo más que sus respectivas carreras políticas.


Al contrario de lo que cabría suponer la cuota de pantalla esta repartida de una forma poco jerarquizada, estrellas y actores de menor popularidad se reparten de forma coral el peso interpretativo, dejando a la cinta huérfana de claros protagonistas; y esto es algo que nos da pie a afirmar, sin miedo a equivocarnos, que el verdadero protagonista es Washington, el Washington de las intrigas políticas.

La película está fragmentada en dos partes:
La primera parte es claramente expositiva, en ella Preminger nos presenta las líneas maestras de la trama, a los personajes y el funcionamiento del Senado.
En esta primera parte el tempo narrativo es dinámico sin llegar a ser acelerado, Preminger utiliza sus habituales planos secuencia con unos virtuosos movimientos de cámara para perseguir a los políticos en sus idas y venidas por pasillos, fiestas, oficinas y domicilios particulares.
También se toma su tiempo con planos explicativos, encuadrando escenas corales con planos generales o bien planos medios, en las que los intérpretes mantienen extraordinarios diálogos y monólogos, que sirven para guiarnos a través de lo que podíamos denominar, parafraseando el título de Altman, “El Juego de Washington”: Una batalla de salón entre políticos en la que se alternan el intercambio de golpes de oratoria en las sesiones del senado y las intrigas entre bastidores, con las cenas, fiestas y partidas de cartas donde todos se comportan como viejos amigos.


Ajeno a toda la camarilla senatorial permanece Robert Leefingwell; el personaje interpretado por Henry Fonda se erige como coprotagonista en la primera parte de la película junto a Walter Pigdeon y al gran Charles Laughton.
Fonda, es el de las grandes ocasiones; sobrio, intenso, desplazándose por la escena como sólo él sabe hacerlo; encarna al honesto y capaz Robert Leffingwell, un hombre de mente abierta, perfecto conocedor de las reglas del “Juego de Washington” y poco dado a participar en el mismo ya que prefiere mantener su plena independencia.



Charles Laughton, en el que sería el último papel de su dilatada y exitosa carrera, encuentra en el viejo y reaccionario senador Seabright Cooley uno de esos papeles hechos a su medida. Su composición del personaje abarca registros que van desde el animal político, al simpático veterano con sonrisa de niño travieso, pasando por el patriota airado.
Cooley es a la vez opuesto y Némesis de Leefingwell; cínico y taimado, pero capaz de conmovernos con su oratoria de grandes y emotivas frases.



En esta primera parte también son dignas de mención las interpretaciones de Walter Pigdeon como el senador jefe del partido mayoritario y de Franchot Tone que se encarga de ponerse en la piel del casi todopoderoso presidente de los EEUU. Ellos encarnan al Príncipe y a su Maquiavelo, ambos son personajes arquetípicamente premingerianos difíciles de encasillar en cuanto a su moralidad.

En la segunda parte del film predominan los elementos dramáticos y el tono empleado por Preminger para la narrar se acelera progresivamente, cargándose de tensión hasta llegar a un clímax trágico.
Aquí el maestro hace un uso notable de los planos secuencia, las panorámicas, los movimientos de grúa y sus célebres enfatizaciones con el zoom.
Todo ello estructurado linealmente, sin trucos de montaje, ensamblando una secuencia con otra con sus inestimables encadenados; estamos ante un realizador maduro, con un estilo completamente definido y depurado.
El protagonista absoluto de esta segunda parte es Don Murray, el senador Brigham Anderson presidente de la comisión investigadora; los hoy en día olvidados Don Murray e Inga Swenson (que interpreta a la sra. Anderson) están magníficos en sus respectivos roles de hombre atrapado en un conflicto moral que no sabe resolver; y el de devota esposa confusa y angustiada que trata de ayudar su marido; ambos aguantan todo el peso trágico de la película.



Mención especial en esta segunda parte para Lew Ayres, que interpreta al vicepresidente y para George Grizzard el arribista senador Van Ackerman; son dos personajes a los que Preminger se acerca, rompiendo su celebre distanciamiento, mostrándonos a dos individuos atípicamente polarizados en lo referente a su moralidad (Ayres en positivo y Grizzard en negativo); en ellos tenemos a dos raras avis dentro de la geografía de personajes realistas del director austríaco, donde no solemos encontrar malos ni buenos, sólo seres humanos.

Por último mención de honor para Saul Bass y sus expresivos títulos de crédito, esta vez saliendo de una esquemática representación de la cúpula del Capitolio abierta como una boca. Otra genialidad del maestro Bass.
Y como no para la voz de Frank Sinatra, que tiene a bien dejarnos escuchar unos cuantos compases de uno de sus temas especialmente compuesto para la película.



Y así finalizo esta reseña sin nada más que recomendaros, como siempre, el visionado de esta magnífica película del maestro Preminger; sólida, valiente, magníficamente interpretada y realizada.
Todo un alarde cinematográfico sobre un tema que hoy por hoy sigue siendo de máxima actualidad: los juegos de poder y las ambiciones de los políticos; que desgraciadamente poco o nada tienen que ver con los intereses y el bienestar de los ciudadanos a los que representan.



CUANDO OZU SE APROXIMÓ A TENNESSEE WILLIAMS, por Javier Valverde

En el último tramo de la carrera de Yasujiro Ozu, “La hierba errante” (“Ukigusa”, de 1959) supone una obra en cierta manera excepcional por dos razones fundamentales: por un lado, aquí el maestro de Tokio, que rehace un viejo film suyo de los años 30, abandona sus habituales familias de clase media-baja, la gente corriente que trabaja en fábricas y oficinas, por una modesta compañía de cómicos itinerantes, versión nipona de los de “El viaje a ninguna parte” de Fernán-Gómez. Por otro, y quizás más relevante en el contexto del tono en que se desarrollan los conflictos en las películas de Ozu, las emociones y tensiones latentes bajo la serenidad Zen se ven violentadas por algunas escenas explícitamente crispadas, febriles, con brotes de rabiosa agresividad del protagonista para con las mujeres, como si nos encontrásemos frente a un drama sureño de Tennessee Williams.


Pareciera como si esa vida del teatro más alternativa que la tradicional, fuera en realidad la sublimación del Japón más conservador, con la sumisión más absoluta de las mujeres, actrices que actúan como geishas y un primer actor de la compañía que se comporta con la ferocidad de un samurai en el estilo de Toshiro Mifune.


Probablemente clave en esa diferente tonalidad sea el protagonismo de Ganjiro Nakamura, un actor más temperamental, con más descarga de adrenalina, sin duda la antítesis del imperturbable Chishu Ryu, pero igualmente magníficos ambos en su estilo.


En el libro de Paul Schrader se habla de uno de los estados de ánimo característicos del budismo Zen, el “mono no aware” (o “tristeza resignada”), como el predominante en los personajes de Ozu, especialmente los de edad avanzada. Pero en “La hierba errante”, película de intenso colorido, ese estado de ánimo parece más bien desterrado aún a pesar de sus tormentosas escenas, y la conclusión nos muestra a ese veterano actor tan vital partiendo en tren junto con su joven amante hacia otros horizontes en los que iniciar con renovado espíritu otra aventura teatral. Lejos estamos de los amargos finales de “Cuentos de Tokio”, “Primavera tardía” o “El sabor del sake”.


miércoles, 29 de enero de 2014

¿LOS MEJORES AÑOS DE NUESTRA VIDA? HISTORIA DEL CINE DE POSTGUERRA, por Allan Hunter

El talento de muchos de los cineastas de Hollywood que fueron llamados a filas había adquirido un mayor grado de madurez cuando se reincorporaron a la vida civil. Así, mientras William Wyler reflejaba los problemas de los soldados que volvían a casa en Los mejores años de nuestra vida (1946), Frank Capra hacia que su tradicional fanfarria de alabanza al hombre común adquiriera unos tintes más oscuros en ¡Qué bello es vivir! (1946). Los géneros que florecieron en el cine norteamericano durante la postguerra, caso del cine negro y de la ciencia-ficción, parecían reflejar el estado de ánimo mucho más sombrío de un país preocupado por las consecuencias de la nueva era atómica y sumido en el paranoico clima creado por la «guerra fría», algo que se podía apreciar deforma particularmente virulenta en un film como La invasión de los ladrones de cuerpos (1956). También el western, especialmente en las colaboraciones entre James Stewart y el director Anthony Mann, o en películas concretas, como Solo ante el peligro (1952) o Centauros del desierto (1956),comenzó a explorar con mayor complejidad y profundidad psicológica los tenues matices que separan el bien del mal. Irónicamente, también fue éste el período durante el cual el vistoso escapismo de los musicales alcanzó nuevas cotas de expresión artística gracias al equipo que Arthur Freed dirigía en la M-G-M y a la sombra de Gene Kelly, como ponen de relieve las películas Un día en Nueva York (1949), que sacó el musical a los escenarios naturales, y la oscarizada Un americano en París (1951), que contribuyó a popularizar el ballet. Por otro lado, muchas de las figuras más relevantes de la cinematografía británica consiguieron mantener el ímpetu que habían recibido sus carreras durante los años de la guerra. The Archers, el tándem formado por Michael Powell y Emeric Pressburger, con películas como A vida o muerte (A Matter ofLife and Death, 1946), Narciso negro (Black Narcissus, 1947) y Las zapatillas rojas (The Red Shoes, 1948) continuó sorprendiendo al público con su seductora utilización del color, en un intento, insólito dentro del cine británico, de aunar la potencialidad del cine como lenguaje visual y su fuerza emocional. Por su parte, David Lean desplegó toda su maestría como montador y narrador de historias, en adaptaciones de Dickens, como Cadenas rotas (Great Expectations, 1946), mientras que Carol Reed, causaba una enorme impresión con Larga es la noche (1946) y El tercer hombre (1949) y las comedias de los estudios Ealing, por ejemplo, Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronéis, 1949) se ganaban el favor del público a escala internacional. En Italia, el neorrealismo, con su enfoque documental de los rigores de las vidas de la gente corriente, floreció en películas como Roma, ciudad abierta (1945) y Ladrón de bicicletas (1948), y su influjo se dejó sentir en el mayor realismo de las producciones cinematográficas del Hollywood de la época y, más tarde, en los kitchen sink dramas británicos del tipo de Un lugar en la cumbre (1959) y Sábado noche, domingo mañana (1960). Por otro lado, el cine japonés también comenzó a labrarse una reputación a escala internacionalgracias al triunfo obtenido en algunos festivales y a la aceptación general que obtuvieron entre el público películas como Tokio Monogatari (1953), de Ozu y Cuentos de la lunapálida (1953), de Mizoguchi; mientras que la maestría de Ingmar Bergman quedaba patente con películas como El séptimo sello (1957) y Fresas salvajes (1957). El poder de los estudios de Hollywood, que durante tanto tiempo había parecido indestructible, comenzó a tambalearse en este período al prohibirse la situación de monopolio que suponía el hecho de que las productoras no sólo se dedicaran a hacer las películas sino que tuvieran también el control de las salas en las que aquellas se proyectaban. Por otra parte, la aparición de la televisión fue percibida como una seria amenaza para la popularidad del cine y llevó a Hollywood a contraatacar con nuevas técnicas, como la 3-D y la pantalla gigante, produciendo espectáculos como La túnica sagrada (The Robe, 1953) o películas que trataban temáticas más serias, como Un tranvía llamado Deseo (1951), El hombre del brazo de oro (The Man With the Golden Arm, 1955) y Anatomía de un asesinato (Anatomy ofa Murder, 1959).

1280 ALMAS, por Carlos Giménez Soria



la corrupción moral del individuo

"A veces te pones a pensar en muchas cosas…
en niños que se mueren de hambre,
en niñas vendidas como esclavas por un espejo,
en mujeres a las que les cosen el sexo…
No es por pura bondad por lo que Dios creó la idea del asesinato,
porque… ¿qué es un asesinato al lado de todas esas abominaciones?"
Lucien Cordier a Rose en una escena de Coup de Torchon
 
Bertrand Tavernier 
En 1981, el cineasta francés Bertrand Tavernier, ex crítico de la revista Cahiers du Cinéma, se planteó el reto de adaptar para la gran pantalla la novela negra 1280 almas, considerada como la obra cumbre del escritor y guionista Jim Thompson. Tavernier, que ya había caído antes en la tentación de adaptar novelas policiacas (en El relojero de Saint Paul, según una obra de Georges Simenon), se sintió poderosamente atraído por la controvertida personalidad de Jim Thompson. La obra, que describe el paulatino proceso de corrupción moral de un individuo, fue rebautizada para su versión cinematográfica con el título de Coup de Torchon y, con ella, Tavernier se adentró en el terreno de lo políticamente incorrecto obteniendo unos resultados más que elogiables. Según declaró el propio Tavernier en varias entrevistas, la metafísica y el humor, la provocación sexual y la desesperación que encontraba en los libros de Thompson le estimularon lo suficiente como para desear plasmarlas en una película, aunque ello significara romper con su imagen de director humanista.
Coup de Torchon se abre con una escena en la que Lucien Cordier (Philippe Noiret), jefe de policía en el África occidental francesa de los años 30, contempla a unos niños africanos agazapado junto a un árbol. De repente, se produce un eclipse solar y Cordier enciende una hoguera para que los niños se aproximen al fuego y no pasen frío. Mientras ellos avanzan, él se aleja para que no se espanten. Después de dos horas de película, regresamos al mismo escenario, con los mismos niños y con Cordier apoyado de nuevo en el mismo árbol, pero esta vez empuña su revólver y apunta contra los niños con la intención de disparar. No sabe a cuál de ellos disparar primero y, en su cara, se dibuja cierta perplejidad ante la propia conciencia de lo que está a punto de hacer. Acto seguido, baja el arma y apoya la frente en el brazo. No ha sido capaz de disparar, pero, de todos modos, su propósito se revela completamente antagónico a la piedad inicial ante los niños desvalidos. ¿Qué es, pues, lo que ha conducido a Cordier a operar ese cambio tan radical entre la escena inicial y la escena final de la película?
Como en su anterior revisión de Simenon, Tavernier y Jean Aurenche, su habitual coguionista, trasladaron la acción a otro tiempo y lugar, sustituyendo la América profunda del sur por un pueblo del África colonial llamado Bourkassa. La localización permitió a Tavernier mantener los elementos de racismo endémico presentes en la novela y contar con la oportunidad de enfrentar a la audiencia francesa con la historia de su país que estaba abierta a un serio cuestionamiento moral. Tavernier y Aurenche trasladaron la acción desde los alrededores de 1917 hasta 1938, justo antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial para poder mostrar un mundo al límite donde la exposición de las ansiedades y las dudas del protagonista frente a un telón de fondo hecatómbico y amenazador repercutiesen en su carácter de policía incompetente, gandul, bobo y solitario.
Lucien es un personaje que, a pesar de estar rodeado de gente, padece la angustia del aislamiento porque los demás le desprecian abiertamente por su cobardía. Lleva una vida familiar desestructurada con una esposa que lo aborrece, un cuñado inútil y una amante que lo devora sexualmente. La vida de Lucien puede ser parcialmente definida, pues, por la ausencia de una familia adecuada. Su soledad lo introduce en una espiral de obsesión que permite que funestas ideas sobre sí mismo y su posición en un mundo horrible den vueltas en su cabeza hasta atormentarle. A su alrededor, sólo ve un mundo de maldad que le quita el sueño y el hambre.
A lo largo de Coup de Torchon, la obsesión de Lucien con el mal que le rodea crece hasta el punto de citarlo como justificación para casi todo lo que lleva a cabo: una serie de asesinatos cometidos con una aparente calma en ascenso. Su acción se inicia como un acto de venganza hacia aquellos que se burlan de él por su buen carácter y le ridiculizan públicamente. Trata siempre de ajustar las circunstancias para que, de ningún modo, pueda ser acusado del crimen que piensa cometer. De ese modo, buscando siempre coartadas, puede permitirse el lujo de jugar cínicamente con otros y convertirlos en los auténticos sospechosos del delito que él ha cometido.
Lucien es agudamente consciente de los problemas que le rodean, pero se ve superado por el crecimiento de éstos y acaba expresando sentimientos paralelos de resignación e impotencia. Progresivamente, su conducta criminal se hace más cruel y sanguinaria, llegando a introducirse en un círculo vicioso que hace de él un hombre despiadado que ahora es capaz de matar sólo para satisfacer sus propósitos de lograr un objetivo concreto. Cordier ve un mundo saturado de maldad que él, como jefe de policía que es, debe erradicar. Esa es la causa que le lleva a matar cada vez con mayor gratuidad. En la perversidad que hay en el mundo, él encuentra el motivo para asesinar o impulsar a los demás a ejecutar los planes que él concibe: después de todo, si el mundo ha enloquecido, él ha de tener mayor libertad para aplicar su personal idea de la justicia. Esta idea le introduce involuntariamente en la demencia, mientras pierde el control de su propia existencia hasta el punto de creer que obra según la voluntad divina.
Fotograma de Coup de Torchon
Las ansiedades y los miedos de Lucien no se relacionan con su preocupación por los agravantes obstáculos que amenazan la lucha diaria para lograr una vida fácil, sino que consumen la desesperación de un hombre que, cada vez, encuentra más difícil ocultar los grandes males que puede ver, oír y palpar. Lucien no sólo se da cuenta de que es terriblemente incapaz de evitar la crueldad y la injusticia, sino que, de hecho, puede sentirlas crecer a su alrededor tan seguras como los indicios de la inminente guerra que arrollará al mundo. Habiendo soportado un constante sentimiento de culpabilidad y desprecio, tanto su difícil niñez como su vida posterior en Bourkassa, que le fuerzan a aceptar el fracaso como forma de vida, le convierten en un ser maltratado cuyo destino está marcado por su desesperada falta de autoestima. Y ese recorrido vital convierte a Lucien en un adulto de carácter infantil, incapaz de dejar su niñez atrás. Cuando intenta plantear su sentido de la identidad a la profesora, mientras caminan solos en la noche, sencillamente no logra encontrar las palabras adecuadas, resignándose al hecho de que cualquier respuesta es fútil al fin y al cabo.
Tavernier suele incluir momentos cómicos en algunas de sus obras. En Coup de Torchon, este recurso es casi constante y sirve de contrapunto al salvajismo del drama que contemplamos. Lucien emplea continuamente chistes prácticos como medio de volver la espalda a aquellos que tratan de perjudicar su calidad de vida a través del abuso y de la explotación (como, por ejemplo, Vanderbrouck, el ciudadano más rico del lugar, a quien hace caer en unas letrinas públicas), del mismo modo que el hecho de tomar parte en las bromas de Le Peron y Leonelli, Chavasson, Nono, Rose y parte de la población blanca de Bourkassa figuran para que Lucien pueda revelar sus propias manifestaciones cómicas: la comedia que continuamente emerge es esencial dentro del punto de vista moral del film para tratar el tema de la corrupción y la injusticia. En cierta manera, se puede afirmar que el humor salva, en parte, a Lucien de la demencia porque le ayuda a afrontar la podredumbre moral de Bourkassa, aunque no le libra de su voluntad de acabar con los gérmenes que devoran la tranquilidad del pueblo.
Mientras todos los demás parecen contentarse con proteger su status social mediante la autoindulgencia e ignoran la lamentable realidad de su entorno, la habilidad de Lucien para satisfacer sus apetitos y ocultar los horrores que le rodean decrece progresivamente. Le atenazan con más frecuencia terribles pensamientos que es incapaz de mantener fuera de su mente. Todo lo que desea es encontrar descanso para su cada vez más enmarañada vida y para sus oscuras ideas, algo que no es capaz de conseguir. Su sueño es interrumpido por pesadillas sobre cadáveres o sobre su terrible infancia, donde recuerda como su padre le culpaba de que su madre hubiese muerto en el parto.
Su faceta de policía se va corrompiendo porque, siendo incapaz de detener a la gente que perjudica al pueblo, opta por matarla e inculpar a otros o fingir que ha sido un accidente. Su objetivo debería ser detener delincuentes, pero él, harto del entorno de maldad en que vive, se cree con derecho para matar. Al principio, mata a gente que perjudica al pueblo, algo que ya no es propio de un agente de la ley porque sus crímenes son calculados y ejecutados a sangre fría. Sin embargo, más reprochable es su conducta posterior, cuando mata a inocentes sólo por conveniencia propia. Su decrepitud humana es tan grande que se siente vacío y, para tranquilizar su conciencia, justifica su conducta erigiéndose como un enviado de Dios. Es el modo que tiene de llenar ese vacío mediante el método que más le place. Pero eso sólo le permitirá engañarse hasta cierto punto: en la escena final frente a los niños africanos a los que está a punto de matar se desmorona porque sabe que, en el fondo, es un muerto en vida que actúa movido por el absurdo de su definitiva demencia.
La confusa incertidumbre de Lucien y la sensación de caos inminente a su alrededor son los elementos que configuran estilísticamente Coup de Torchon. Para lograr ambos efectos, Tavernier pensó que lo más útil era la utilización de la Steadicam porque con ella se consigue la impresión de que uno nunca está en terreno estable y de que nada es realmente sólido. Al contrario que Kubrick en El resplandor, Tavernier no quiso disimular su uso, sino emplearla para obtener esa sensación de inestabilidad, de que uno no sabe nunca realmente dónde está el foco central de la imagen. El cineasta de Lyon explotó cuanto pudo esta cualidad inherentemente inestable de la Steadicam, que crea un mayor efecto de desconcierto y vacilación en la imagen cuanto más rápido es el movimiento de la cámara. Hay secuencias determinadas donde el uso de la Steadicam es muy apropiado: en la escena en que Cordier regresa al pueblo después de haber encendido un fuego para los niños africanos, apreciamos, en cámara subjetiva, la confusa impresión de las gentes que atraviesan el plano y nos hacemos ya una idea de la caótica atmósfera que recorrerá todo el film. La sensación es casi la de un deambular onírico que se combina muy adecuadamente con la pesadillesca perspectiva sobre las cosas de Cordier. Es un intento de crear la misma sensación del relato en primera persona que hay en la novela por medio de recursos cinematográficos. Los hechos son narrados en el libro por el protagonista y nos parecen demenciales (más aún cuando es el propio policía quien narra la historia, un individuo evidentemente perturbado por el entorno). Pues bien, esa inclinación inestable de la Steadicam nos transmite el mismo efecto, pero por medio de la expresión óptica.
La relación de Lucien con el ambiente es tensa, acribillado siempre por el miedo a las ansiedades y amenazas que se esconden a su alrededor. Tavernier utiliza un encuadre muy activo que frecuentemente se mueve, con velocidad, en respuesta a la llegada de la gente, sugiriendo la paulatina necesidad de Lucien de mirar sobre su hombro en busca de una nueva preocupación a la que enfrentarse de mala gana. Los repentinos movimientos de cámara sirven también como reflejo de la violencia intrínseca del film, que siempre está a la vuelta de la esquina. Las imágenes son muy cinéticas creando así una inquietud visual que subraya las idas y venidas de Lucien, siempre en busca de algo pero sin la certeza de saber qué esta buscando.
Hay un creciente interés de Tavernier por utilizar la cámara para involucrar a la gente en el paisaje y, sobre todo, para unir a Lucien y su mundo con un ligero movimiento. Aquí la cámara nos lleva a menudo de una imagen de Bourkassa o de uno de sus habitantes hasta Lucien, pero nunca en la dirección opuesta, dentro de un sistema que sugiere la idea de que la comunidad de Bourkassa ejerce influencia sobre él, pero que él no tiene esperanzas de invertir el efecto.
Únicamente dos personajes imponen un principio ético de conducta al personaje de Cordier. El primero es el párroco del pueblo que exige a Lucien que demuestre a la gente que es capaz de llevar a cabo sus obligaciones de una forma honesta y correcta. Sin saberlo, le proporciona la motivación para cometer el asesinato de Marcaillou, el marido de Rose, pero sus palabras pretendían ser bienintencionadas. Además, es uno de los pocos personajes que no parece compartir el racismo que domina a la mayoría de la población blanca de Bourkassa.
El segundo personaje es Anne (Irène Skobline), la joven profesora, que tiene éxito en provocar pequeños actos de generosidad hacia los niños africanos por parte de Lucien. Anne valora positivamente a Lucien y le ama, incluso después de que él le escriba sus crímenes sobre una pizarra, pero Lucien no quiere sentirse amado por ella -aunque la desea más auténticamente que a ninguna otra mujer- porque los principios éticos de Anne aguijonean dolorosamente la conciencia del policía.

Lucien: No debes amarme, Anne. No es por ti, es por mi trabajo. Estar contigo me impediría hacerlo bien y no tengo
derecho. Hay millones de desgraciados y yo estoy solo.

Anne: Si no me quisieras no tendrías que haberme dicho eso. No necesitaba saberlo.

Lucien: No podía hacerlo de otra manera.

Anne: ¿No tienes miedo?

Lucien: ¿Miedo de qué?

Anne: De lo que podría pasarte.

Lucien: No tiene importancia. De todos modos, estoy muerto hace tanto tiempo.

El propio Lucien revela en este diálogo que él ya no es un ser viviente, sino un instrumento en las manos de Dios que previamente ha sido despojado de toda conciencia para poder matar impunemente.
Pero, de hecho, es Rose (Isabelle Huppert) quien acaba la labor de forzar a Lucien a contemplar la verdadera naturaleza de lo que ha hecho y se produce un giro revelador en ella por el contraste entre su ingenuidad inicial y la dureza con que habla a Lucien después de que éste la impulse a asesinar a la esposa y al cuñado del policía.

Rose: ¡Que te jodan! Siempre consigues justificarte.

Lucien: Tengo que buscar una razón a las cosas (Rose le abofetea). Eres un poco dura, Rose, me haces dudar de mí. Hace diez minutos me habría jurado incapaz de albergar la más mínima maldad y ahora me lo estoy planteando.

No obstante, a pesar de los horrendos actos que Lucien comete y de su creencia en que sus razones están justificadas, todavía una llama de amabilidad humana parpadea en su alma a través de su tendencia aparentemente natural a intentar ayudar, al menos, a la gente vulnerable e indefensa que se encuentra en su camino. En el fondo, su alma no esta del todo vacía y Tavernier prefiere mostrarle como un hombre terriblemente contaminado por maldades todavía mayores que la suya. Después de todo, lo que Coup de Torchon nos sugiere son las propias dudas de Tavernier acerca de la voluntad divina por medio de un hombre cada vez más desgastado en su lucha por hallar respuestas.


martes, 28 de enero de 2014

CANCIÓN DEL SUR, por María Miguez Lopez


CANCIÓN DEL SUR, EL FILM FANTASMA DE LA DISNEY

Un 12 de noviembre de hace 55 años, la ciudad de Atlanta se preparaba para acoger el estreno de Canción del Sur (Song of the South, 1946), película Walt Disney que llegaba tras unos años, los de la II Guerra Mundial, en los que la factoría había estado de capa caída y sólo había realizado films propagandísticos. Pero lejos de celebrar la efemérides, en la compañía se trabaja no para promocionar este título, sino para hacérselo olvidar a aquellos (cada vez menos) que lo tienen aún presente. Porque Canción del Sur es la única película del estudio tácitamente prohibida, nunca comercializada en VHS en los Estados Unidos y no editada en DVD en ningún país a causa de su supuesto racismo.
Canción del Sur en la disneysiana
Canción del Sur, que cuenta la relación personal de un niño, hijo del dueño de una plantación, con un trabajador negro, gran narrador de historias; no es una película cualquiera en la trayectoria de la compañía. Por un lado, a pesar de que sólo dejó unos beneficios de 226.000 dólares (había costado 2.125.000, suma elevada para la época), fue un éxito importante tras fracasos como los de Fantasía (Fantasia, 1940) o Pinocho (Pinocchio, 1940). Además, el film estuvo nominado a tres Oscar en la ceremonia de 1948 y se alzó con dos de ellos (mejor canción para Zip-A-Dee-Do-Dah y otro especial para James Baskett, actor protagonista), tras unos años en los que las vitrinas del estudio no habían visto entrar muchos galardones. Además, después de un período en el que la crítica le había dado la espalda, la animación de este título (que supone alrededor de un tercio) fue alabada, a pesar de haber sido hecha con medios precarios en relación a lo que había sido antaño la técnica de la Disney.
A finales de 1939, los derechos de las Historias del tío Remus en las que el film se basa fueron adquiridos por Disney al precio de 10.000 dólares. La entrada de los Estados Unidos en la II Guerra Mundial obligó a posponer el film y no sería hasta junio de 1944 cuando se volvería a retomar el proyecto. El estudio contrató a Dalton Reymond, escritor sureño, para que empezase a escribir el guión. Como asistente de Reymond, se incorporó Maurice Rapf, director de estudios fílmicos y profesor adjunto en Dartmouth.
Cuando este leyó lo que había escrito Reymond, encontró un gran número de clichés racistas. Uno de los que más le llamó la atención era que negro estaba escrito con minúscula, cuando en inglés lo correcto es escribirlo con mayúscula. Rapf introdujo cambios en el texto pero los roces con el guionista principal lo apartaron del proyecto y Morton Grant, escritor progresista, fue asignado para esa tarea. Los tres aparecen en los créditos, aunque Rapf no tardó en mostrar su disconformidad. Años después declararía que algunos films no deberían haberse hecho nunca y Canción del Sur “es uno de ellos”1.
Con el guión acabado, el estudio lo hizo oficial: el 10 de julio de 1944 se anunció que Disney estaba preparando una nueva película, Song of the South. El rodaje se inició en Phoenix en diciembre de ese año, con Harve Foster como director de la acción real y Wilfred Jackson a cargo de la animación, y en junio de 1946, el film estaba finalizado. El estreno se programó para el 12 de noviembre en el teatro Loew’s Grand de Atlanta y supuso todo un acontecimiento, como no se había vivido otro en la ciudad desde el estreno de Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939).
El film parte de las historias de Joel Chandler Harris.
A pesar del mencionado éxito de taquilla que supuso, no obtuvo así el beneplácito de la mayor parte de la crítica. En The New York Times, Bosley Crowther escribió que la relación amistosa y cariñosa entre amos y esclavos le hacía pensar que, para Walt Disney, “Abe Lincoln había cometido un error”. Por su parte, el columnista y productor Billy Rose acusó a Disney de haberse transformado en Disney S.A., probablemente porque alguien le había cantado no la del sur, sino la “canción de los grandes negocios”. Según Time, el tío Remus “estaba en los límites de enfurecer a todos los negros educados y a un bueno número de yanquis”, y para el Daily News de Los Ángeles, el film era una mezcla de la feliz vida de los esclavos negros contrapuesta a las penurias y dificultades blancas.
En el sur, los comentarios negativos casi no tuvieron eco. La mayoría de reseñas en Georgia fueron positivas y los periódicos más conservadores la alabaron. En las cabeceras que recogieron las protestas, las calificaron de exageradas e hipersensibles. La respuesta de la Disney fue también contundente: el film no reflejaba el esclavismo, pues se situaba después de la Guerra Civil, y su única intención era representar el folclore americano pasando las historias de Remus la imágenes.
La película conseguiría nuevamente gran éxito en un reestreno con motivo de sus diez años, en 1956. No sería hasta los 60, con el movimiento por los derechos civiles en su apogeo, que los films “menos sensibles” fueron puestos en el punto de mira.
Siempre con la opinión del público en mente y sin Walter al frente, en febrero de 1970, la Disney anunció que la película quedaba retirada porque ya no era “apropiada para el público”, mas el film volvió a los cines en 1972. ¿Por qué se retractaron? Quizás debido a un cambio en la actitud de la población negra que, tras protestas vehementes, poco a poco fue mostrando mayor tolerancia ante los hechos, innegables, de los que habían sido víctimas a lo largo de la historia.
Las nuevas generaciones tuvieron la oportunidad de ver Canción en 1980 y 1986, su último encuentro con el público antes de ser retirada indefinidamente. En los Estados Unidos es, como dijimos, el único film disneysiano jamás editado en VHS ni tampoco en DVD (formato en el que no se comercializó en ningún país del mundo, si bien en VHS sí que se vendió en diversos lugares, España entre ellos).
Millares de personas vienen reclamando a lo largo de los años una edición en DVD (ahora en BluRay) de este título, que encabezó en muchas ocasiones la lista de los más demandados en Amazon. Pero las probabilidades de que esto suceda parecen remotas: en la reunión de accionistas del año 2010, por quinto consecutivo, le preguntaron a Robert Iger (presidente y director ejecutivo de la compañía) al respeto, siendo su respuesta categórica: no tienen intención de editarla al considerarla una película anticuada y, en ciertas partes, ofensiva.
Las causas de la polémica
¿Y qué es, según la factoría que la tiene prohibida, Canción del Sur? La biblia disneysiana, la Official Disney Encyclopedia de Dave Smith, la define como una película de acción real sobre un niño que aprende lo que es la vida a través de las historias del tío Remus, todas ellas animadas.
Libremente inspirado en los libros de Joel Chandler Harris, este es, precisamente, uno de los aspectos más polémicos del film. Este celebre autor estadounidense, nacido en Eatonton (Georgia) el 9 de diciembre de 1848, empezó a trabajar a los dieciséis años en el periódico The Countryman y se mudó a vivir a la plantación que el dueño, Joseph Addison Turner, poseía. Allí Harris conoció a muchos esclavos negros y pronto comenzó a desarrollar un gran interés en oír las historias que contaban. Escuchó muchas de las aventuras de Brer Rabbit, Brer Fox, Brer Bear y Brer Wolf, fábulas en apariencia simples que eran, en realidad, subversivas metáforas sobre cómo hacer más llevadero el día a día y representativas del sueño de liberación del yugo blanco. En ellas el conejo, pequeño y débil, burla y a vence sus enemigos, más fuertes pero menos inteligentes.
La adaptación oculta la crudeza de Brer Rabbit en el texto orixinal.
A partir de ellas, la Disney hizo lo que Rosario Piqueras, estudiosa de la obra del autor americano, califica de “distorsión del propósito de Harris”2. Ésta afecta, principalmente, al carácter del tío Remus. Mientras que el literario es orgulloso, tiene cierto poder en la plantación y siempre intenta salirse con la suya, el fílmico obedece sin rechistar las órdenes de la ama. En los libros, su autoridad sobre el niño está a veces por encima de la paterna, a la que incluso cuestiona. Otro punto que marca la diferencia es la dulcificación de Brer Rabbit: elimina la crudeza del conejo, que no tiene piedad con sus enemigos, y también las dramáticas situaciones que vive, representativas del sometimiento negro.
Para Bruce Bickley, los problemas principales del film son que Disney hace un lavado de las historias y que la figura de Remus no es ni de lejos tan compleja como lo es en las obras de Harris. Y si la profundidad de Remus se pierde, el valor y significado subversivo de las fábulas también, pues en la película el viejo las cuenta casi a modo de entretenimiento. Los cuentos que plasma Harris, en contraposición a los animados por Disney, son instructivos. Brer Rabbit es un mito para la población negra: el de la resistencia del esclavo ante la supremacía blanca, para lo cual el lema de vida es resistencia, revolución y supervivencia. Su vertiente más cruel y despiadada deriva del miedo al hambre, al sometimiento y a la muerte, no teniendo reparos en emplear, en su aspecto más drástico y sanguinario, la ley blanca que durante tanto tiempo le fue infligida.
Análisis de la película
Dejando a un lado los derivados de la adaptación, la lista de los puntos controvertidos es también extensa. Uno de los más comentados es la no concreción del momento histórico en el que Canción se desarrolla. Ignorando los consejos de poner de manifiesto este dato, el film se estrenó dejando al libre albedrío de cada quien el situarla en la línea cronológica americana3. La gran mayoría no dudó en incluirla en la época del esclavismo por la actitud de los negros ante los dueños.
Para Susan Miller y Greg Rode, los negros son esclavos presentados de forma menos obvia: tienen un “estatus indeterminado” que puede llevar a calificarlos, en última instancia, como “campistas felices”4. El argumento que más veces se ha contrapuesto a estas acusaciones es que no son esclavos porque actúan libremente (Remus marcha a la ciudad). Que sean esclavos o libres, qué duda cabe, marca una diferencia significativa, pero sigue sin ser un argumento válido pues, tras la Guerra de Secesión, la vida para los negros no era ni mucho menos tan feliz como se muestra aquí.
Tras este, el punto más comprometido es la representación de los personajes negros: por su actitud servil, caracterización unidimensional y debido al dialecto en el que hablan. La forma de expresarse y el acento que emplean, expone James Snead, no se parece ni remotamente al plasmado en la obra de Harris, lo cual resulta insultante, teniendo en cuenta el esfuerzo y la importancia dada por el escritor a reproducir fielmente el habla afroamericana.
Además, los negros están representados de forma plana, sin profundidad y de manera estereotípico. Remus, narrador y personaje principal de la historia, no presenta ningún arco de evolución. En la misma línea, Hollis Henry dice sobre los afroamericanos de este film que solo tienen como ambición dar servicio a los blancos, física y emocionalmente. Henry no puede evitar preguntarse cómo reaccionaría la gente si, en vez de esta película, les hubiesen puesto una de un judío que vive feliz en la Alemania nazi, donde le relata cuentos al nieto del dueño de la fábrica de municiones en la que trabaja, a la que acude, cantando, con una estrella de David en el abrigo.
Los personajes de Hattie McDaniel y Donald Bogle reproducen los estereotipos del negro en el cine clásico.
Por esto, aunque Canción del Sur es una de las primeras películas en las que un negro es protagonista y narrador -todo un hito-, poco ayudó a la evolución de los afroamericanos en la pantalla grande. Tanto el personaje de Baskett como el de Hattie McDaniel se encuadran en la clasificación que Donald Bogle hace de los estereotipos negros en el cine. Él los divide en “Toms”, “coons” (bufones), “mulatos” (con un destino generalmente trágico), “mammies” y “bucks” (bárbaros y brutales, con una sexualidad latente que pone en peligro a las mujeres blancas).
Los Toms, como el Remus de Canción, son sumisos, amables y siempre al servicio de los amos. Aunque el viejo esclavo encaja en esta descripción, Bogle tiene para él una categoría propia: dice que “el Remus” es una modalidad de “coon”: inofensivo y cordial, primo carnal del Tom (del que se distingue por su filosofía cómica e ingenua), es utilizado para indicar la satisfacción del hombre negro con el sistema en el que vive.
Por otro lado, el uso de los cánticos, que transmite la felicidad de los negros, es igualmente reprobable. De las cuatro secuencias en las que cantan, es la última, en la que lo hacen por la recuperación del niño, la más duramente atacada y que no pocos encuentran bochornosa. Richard Schickel es uno de ellos, y se refiere a ella como “un final en el que los negritos se juntan para que el niño de la ama se cure, una escena enfermiza tanto por el sentimiento de condescendencia racial como por su sentimentalismo”5.
Por último, no se puede cerrar el repaso de los puntos controvertidos sin hablar del “tar baby”, un muñeco de brea con el que el zorro y el oso atrapan a Brer Rabbit. De color completamente negro y con connotaciones negativas -el conejo queda pegado a él y no es capaz de desprenderse- esta expresión fue considerada, durante mucho tiempo, un sinónimo despectivo de negro, y aún en la actualidad está mal visto usarla.
¿Racismo intencionado?
A pesar de todo lo visto, lo cierto es que analizando el contexto de producción del film, no parece que Disney hubiese pretendido hacer la alabanza del esclavismo de la que se le acusa. Él buscaba, tras una etapa dura, su película familiar, sin ver más allá, quizás no tanto por su racismo sino por la insensibilidad racial que, por otra parte, imperaba en la época. Si estuviera vivo hoy en día es muy probable que Canción del Sur estuviese en DVD, pues si por algo se caracterizaba era por defender ferozmente aquello en lo que creía, y Disney creyó, y mucho, en esta película.
Sin embargo, otra cosa fue el devenir de ésta tras su muerte. Michael Eisner primero y Robert Iger ahora no parecen dispuestos a poner en peligro el más valioso de sus activos: la confianza del público. Tal y como explican Bell, Haas y Sells, “cuestionar los intereses políticos en los entramados, las audiencias y los films de Disney es un terreno crítico: instituciones legales, teorías fílmicas, críticos culturales y un público leal; todos salvaguardan las fronteras de los films de Disney cómo “fuera de los límites” para la empresa crítica”6.
Así, las opciones de tenerla en formato doméstico pasan porque, como ya se hizo con las delicadas películas propagandísticas producidas durante la II Guerra Mundial-rompecabezas durante años-, se haga una edición en la que la contextualización sería exhaustiva. Pasó a la historia el VHS y la cuenta atrás para el DVD ya está avanza. ¿Será el BluRay el formato que ponga esta película a la disposición del público? Si los que mueven los hilos no cambian de idea, solo quedará esperar al año 2041 para que venzan los derechos.


ALMAS DESNUDAS, por Juan Antonio Rivera





LA DAMA Y EL BRIBÓN
Lucia Harper (Joan Bennett) trata de convencer a Ted Darby (Shepperd Strudwick), un galán maduro y de buen ver, de que deje en paz a su hija Beatriz (Geraldine Brooks), todavía una adolescente, que se ha enamorado de quien a todas luces -excepto a las de la interesada- no le conviene. El encuentro entre los dos (la madre y el donjuán) tiene lugar en un antro de mala muerte en el que desentona la digna y bella presencia de la señora Harper, que ha tomado esta iniciativa a espaldas de su hija y para protegerla de un indeseable.
Darby se aviene a lo que le pide la señora Harper, pero sólo a cambio de una cantidad de dinero. Ante tan ultrajante propuesta, Lucia no quiere oír nada más: anuncia a Darby que transmitirá a su hija la ofensiva oferta, y esto será suficiente para abrirle los ojos sobre la clase de canalla en quien ha depositado su atolondrado amor; a continuación abandona altivamente el tugurio. Ted Darby se da prisa en telefonear a Beatriz y ponerle al tanto de lo que le dirá su madre; así prevenida, la joven Beatriz rechaza las imputaciones que contra su novio lanza su madre, incluido el bochornoso trato de abandonarla a cambio de dinero: se comporta como una enamorada sin juicio ni resquicio, y niega desde el fondo de su corazón cualquier cosa que pueda empañar la imagen de su maduro galanteador. Considera a su madre una mujer chapada a la antigua, incapaz de comprender el «nuevo», elegante y desenfadado estilo de vida de quien manda en sus sentimientos. En suma, la oposición de la madre tiene el consabido efecto de espolear aún más la pasión adolescente de Beatriz por Ted Darby.
Usted tal vez esté interesado en saber que Lucia Harper lleva el peso de la dirección de la casa en ausencia de su marido, Tom, un ingeniero que se encuentra en Europa por razones de trabajo. La familia vive en las afueras de una pequeña villa costera californiana, Balboa, y de ella forman parte -además de Beatriz y su madre- el padre de Tom y suegro de Lucia (que también se llama Tom), el hermano pequeño de Beatriz (David) y Sybil, una solícita criada negra. Lucia conduce con rienda firme pero a la vez suave los asuntos del hogar; y todos (e induyo aquí también a su algo díscola hija mayor) admiran su entereza sin énfasis, la prudente sabiduría con que se desvela por cada uno, por sus más diminutos afanes; la ven como un dechado de rectitud, incapaz lo mismo de desfallecer que de delegar en otro sus responsabilidades.
Pero esa misma noche, después de la agria disputa con su hija, Lucia está tentada de descargar parte de esa responsabilidad escribiendo una carta a su esposo, Tom, en la que le comunica sus inquietudes sobre el incierto futuro de su hija y su propia impotencia para enfrentarse a la situación. Su hijo David es demasiado pequeño para hacer nada, y su suegro, Tom, demasiado mayor; sólo ella puede encarar el problema y tratar de aislar a Beatriz del peligroso truhán que la ronda. Pero, en el último momento, Lucia estruja la carta y le envía a su marido otra más convencional, en que se limita a expresarle su amor. Demasiado alejado del hogar para hacer algo eficaz, no descargará sobre él una responsabilidad que, por la confluencia de unas azarosas circunstancias, sólo a ella incumbe hacer frente.
EN EL EMBARCADERO
Mientras está ocurriendo esto, Beatriz se ha citado a escondidas con Ted Darby en la caseta del embarcadero, próxima a la casa familiar. Beatriz da cuenta a Darby, indignada, de las cosas que su madre le ha contado, y en especial de que él accederá a no verla más si su madre le paga por ello. Sin mucho embarazo, Darby reconoce que, en efecto, anda falto de dinero y no le vendría mal que Lucia, la madre de Beatriz, le diera algo. Beatriz se enfurece ante esa muestra de cinismo, que para ella equivale a una confesión de que ha dejado su corazón al cuidado de un canalla; humillada y furiosa, lo golpea en la cara con las manos, y también en la frente con una linterna que ha llevado consigo para poder llegar al embarcadero en medio de la oscuridad de la noche. Este último golpe deja semiinconsciente a Darby, que se tambalea y se apoya sobre la barandilla de madera de la caseta; ésta cede y él se precipita al suelo, donde queda accidentalmente ensartado en un ancla que había debajo.
Una Beatriz llorosa e inconsolable regresa a casa y cuenta a su madre lo ocurrido, salvo algo que ella misma desconoce porque no se quedó allí el tiempo suficiente para verlo: que Darby acaba de morir atravesado como por una brocheta. Reconoce ante su madre que se ha equivocado, que ella tenía razón, que Ted es un rufián que ha tratado de aprovecharse de ella y que ha sufrido la peor afrenta de su joven vida al darse cuenta de todo esto. Lucia la conforta como puede y enseguida se pone al mando de la situación: pide a su hija que vaya a acostarse y se encamina al embarcadero para ver ella misma lo que ha sucedido. Pero es sólo a la mañana siguiente, ya a plena luz, cuando descubre a Darby muerto sobre la arena, con el cuerpo traspasado por el ancla. Sin pensárselo dos veces, y dando inmediatamente por sentado que si se descubre el cuerpo sin vida de Darby (un reconocido bribón) la policía sospechará que se ha tratado de un asesinato, Lucia arrastra el cadáver hasta el interior de una lancha motora cercana, la pone en marcha y, cuando se ha adentrado lo suficiente en la bahía, arroja el cadáver al mar.
Es importante advertir en todo esto que Lucia tiene que moverse en un terreno minado, fuera de la vista no sólo de testigos accidentales, sino, sobre todo, de los ojos de los miembros de su familia, siempre pendientes de ella, acostumbrados a delegar en ella, a pedirle parecer sobre las cosas más nimias (como David, el hijo pequeño, que solicita su permiso para comer una onza de chocolate antes de irse a acostar). Esta vigilancia permanente y, por lo demás, bienintencionada y fruto de la admiración que en sus dotes gerenciales tienen sus allegados, hace que la vida de Lucia esté rodeada de una tensión que no le da tregua, y que ahora, con los terribles acontecimientos recientes, ha quedado redoblada. Todo lo que de relevante o irrelevante acaece en esa familia que reside en una apacible villa costera pasa por las manos y por el cerebro de esa tenaz e inteligente mujer que, además, se comporta con los suyos sin ademanes despóticos, derrochando dulzura y comprensión. También con su hija, ahora frágil y desmadejada por el brutal desengaño sentimental, y a la que decide proteger y poner al margen de todo ese maldito embrollo. Recuérdese que, a todo esto, Beatriz ni siquiera sabe todavía que Ted Darby ha muerto a resultas del impacto sufrido por su mano. 

RESPONSABILIDAD
He aquí una interesante cuestión filosófica: ¿es Beatriz responsable de la muerte de Darby? ¿Podía ella prever que, tras el golpe con la linterna en la sien, él se acercaría trastabillando hasta el palenque, que este se rompería, y él caería al vacío y aterrizaría encima de un ancla que, para desgracia suya, se encontraba justo debajo y preparada como de molde para incrustarse en su cuerpo y dejarlo sin vida? Beatriz se alejó del lugar donde todas estas aciagas secuelas ocurrían, ignorante de ellas; pero, en todo caso, fue su mano la que asestó el golpe y, al hacerlo, desencadenó esa sucesión de acontecimientos. Su responsabilidad en ellos -considerados su trastorno emocional, la ausencia de intencionalidad y el concurso de un azar infausto- queda muy mermada pero tal vez no reducida a cero. Quizá un juez o un jurado verían en todo esto atenuantes, mas no una eximente completa de culpa[1].
Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que entendemos y aplaudimos la firme decisión de su madre de dejarla al margen de todo. Dicho de otra manera, quizá más clara, nos repugnaría que la madre, Lucia, siendo como ya sabemos que es, sufriera un ataque de rigorismo y entregase a su hija a la justicia en cumplimiento estricto de su deber ciudadano. Escenas como ésta ponen a prueba nuestras intuiciones morales acerca de lo que significa obrar bien y, a la vez, moldean esas intuiciones morales: si nos parece bien lo que hace Lucia (proteger a su hija, a la que considera inocente de cuanto ha pasado) es que nosotros la vemos también como inocente y nos decimos que actuaríamos como Lucia en circunstancias semejantes, y que encontramos hasta digna de encomio su manera de proceder.
No sería este, en todo caso, el juicio que merecería la actuación de Lucia para un muy distinguido filósofo moral del siglo XVIII, el alemán Immanuel Kant, que pensaba que hay que obrar en todo momento de conformidad con el deber, y dejando de lado querencias y partidismos personales. Está fuera de duda que Lucia actúa con evidente parcialidad en todo esto, pero la cuestión es: ¿la consideraríamos mejor persona si hubiera puesto entre paréntesis su condición de madre y hubiese dejado que un juez imparcial conociera el asunto y decidiese sobre él? Aún más: incluso si, en lugar de tratarse de su hija, la persona que acabó con la vida de Darby hubiese sido un perfecto desconocido para Lucia, ¿no entenderíamos que lo amparase tras saber que el azar había participado hasta tal punto en el fatal desenlace? La gran novelista decimonónica George Eliot quizá sea en estas cuestiones una guía mejor, y sobre todo menos imponente y amedrentadora, que el reputado Kant, una persona que, no obstante sus indudables méritos intelectuales (de los que tendré más que decir en lo sucesivo), estaba aquejado del defecto de intolerancia a la ambigüedad en cuestiones morales:
El gran problema de la relación cambiante entre pasión y deber no tiene clara solución ni aun para el hombre más capaz de comprenderlo -reconoce Eliot- [...], no existe respuesta única que sirva en toda ocasión. Los casuistas son objeto de duros reproches, mas su perverso espíritu de minucioso discernimiento guarda la sombra de una verdad a la que los ojos y los corazones se encuentran a menudo fatalmente sellados: la verdad de que los juicios, en cuestión de moral, pueden ser falsos y vacíos de no estar contrastados e iluminados por un examen de las especiales circunstancias que señalan la suerte de cada individuo[2].
MARTIN DONNELLY, CHANTAJISTA
Estando en estas, entra en escena el otro gran protagonista de la historia: Martín Donnelly (James Mason). Donnelly se presenta en la casa de los Harper llevando debajo del brazo un manojo de cartas de amor escritas por Beatriz al difunto Darby: «Su precio es cinco mil dólares al contado», le aclara a la madre de Beatriz. Lucia Harper reacciona con su acostumbrada dignidad y aplomo pidiendo al chantajista que se marche de su casa si no quiere que avise a la policía. A Donnelly no le cuesta mucho convencer a Lucia de lo peligroso que sería para Beatriz que esas cartas llegasen a manos de la justicia. Las cartas en cuestión sirvieron de garantía para que Darby, sin blanca, consiguiera un préstamo que le concedieron Martin Donnelly y un socio suyo, un tal Nagel; con la muerte de Darby las cartas han subido insospechadamente de valor, como de inmediato supieron ver Martin Donnelly y Nagel.
Mientras ocurre todo esto, Donnelly es testigo involuntario de cómo el resto de la familia Harper, que va desfilando por delante de él (ajenos todos al chantaje a que Lucia está siendo en ese momento sometida), depende de las capacidades gestoras de esa mujer para funcionar, de cómo los demás le piden su parecer para todo, de la fascinadora mezcla de suavidad y determinación con que Lucia los atiende. A pesar de que el hijo menor, Beatriz y el suegro van apareciendo inopinadamente mientras la extorsión está teniendo lugar, Lucia mantiene su temple y los deja en la ignorancia de lo que está pasando, los trata incluso con un pausado cariño en medio de la difícil situación. Martin, el chantajista, comprueba que todos ellos son encantadores y que Lucia, la cabeza de familia, lo es aún más si cabe...
Donnelly se va finalmente a pesar de la ingenua insistencia del suegro de Lucia en que se quede a cenar; pero se marcha no sin antes conseguir comprometer a Lucia para que ambos se vean al día siguiente en la ciudad, en Balboa, para seguir hablando del precio de las cartas de amor interceptadas. 

LA CONSTRUCCIÓN MORAL DE MARTIN DONNELLY
Entre Martin y Lucia se empieza a fraguar enseguida una sutil, muy sutil intimidad; ya la primera vez que están juntos fuera de casa, yendo en coche de camino a Balboa, ella le confiesa algo que no diría nunca a quien tuviera por un desaprensivo: «Usted no sabe cómo la familia le acosa a una a veces». Los demás miembros de la casa conocen sus rutinas de comportamiento al dedillo, ella es una persona metódica, ordenada y ordenadora; eso hace que los otros aguarden sus directrices para actuar, que estén necesitados de su auxilio para desenvolverse y la busquen en todo momento como guía. Ella ha dado sobradas muestras de saber llevar este peso, de servir como centralita por la que pasan una y otra vez las vidas de sus deudos; pero este buen gobierno de la casa supone una presión constante sobre su sistema nervioso, ahora si cabe acentuada por los últimos y extraordinarios acontecimientos.
El dulce y perspicaz tesón con que esa hermosa mujer busca proteger a los suyos la embellece aún más a los ojos de Martín, que no puede dejar de darse cuenta de que ella está al borde de sus fuerzas; de que, por ejemplo, fuma demasiado para estar mentalmente alerta y también para aplacar su nerviosismo. Le aconseja que fume menos, y ella le hace caso y arroja el cigarrillo por la ventanilla del coche; he aquí otro gesto inconsciente de complicidad entre ambos. Poco después Martin le regalará una boquilla para filtrar el tabaco sin que ella se dé cuenta: una delicadeza con la que él empieza a mostrarse a sí mismo que no es la persona vulgar y corrompida que hasta entonces había conocido. ¿Por qué este gesto refinadamente furtivo? Admira la valía moral de ella, no puede dejar de hacerlo; y no sólo esto: intuye que ella es muy capaz de entender y apreciar esa valía moral en otros; con lo que a Martin se le ofrece, por primera vez en su asendereada vida, una oportunidad, la ocasión de mejorar su fachada moral sabiendo que alguien más podrá darse cuenta de esa mejoría. La autoestima descansa en buena medida en la heteroestima, en cómo te vean los otros; pero no cualesquiera otros, sino un espectador cualificado; y eso es lo que tiene ahora Martin a su alcance: un espectador cualificado que sabrá calibrar su metamorfosis, una metamorfosis por la que empiece a ser de un modo que a él mismo le satisfaga más.
Mientras todo esto ocurre en un discreto segundo plano, lo que se advierte más a simple vista es que él la presiona para que le pague el dinero, pero acepta el retraso en la entrega que ella le solicita. Martin aclara a Lucia -otro gesto de complicidad- que él puede esperar, pero que su socio, Nagel (Roy Roberts), no es un individuo tan paciente. Y, en efecto, al poco tiempo Martin habla por teléfono con Lucia y le cuenta que Nagel no está dispuesto a esperar, que quiere el dinero sin prórrogas; y que trate de reunir al menos la mitad de esos 5.000 dólares. «Ya le he dicho a Nagel que mi parte puede esperar. Y también quiero que sepa que si yo tuviera dinero, le pagaría [a NagelJ y pondríamos fin a este asunto.» Algo así, tan insólito, provoca un silencio de asombro al otro lado de la línea telefónica. «¿Sigue usted ahí? -pregunta Martín-. ¿Ha oído lo que le he dicho? ¡Ojalá pudiera creerme! Quisiera que todo hubiera sido diferente. De esto he sacado una cosa buena: conocerla.»
Parece claro que Martin está ya enamorado de Lucia y que en ese amor influye mucho la admiración moral; pero precisamente por eso es un amor que no aspira siquiera a ser correspondido: Martin sabe que Lucia nunca pondrá en peligro su estabilidad familiar (su familia, por la que se desvive) ni traicionará a su marido para irse con un extorsionador, por buenas maneras y simpatía que éste se gaste. Es más, Martín vería amortiguada su devoción por ella si se percatase de que es correspondido: su impecabilidad moral, que él tanto admira, habría mostrado tener grietas. Es el suyo un amor sin futuro, sin esperanzas y sin deseo de tenerlas; y, precisamente por todo ello, de una intensidad perfecta que no será mancillada por la cotidianidad. Pero ¿qué hay de Lucia? ¿Qué siente ella, si es que siente algo, por Martín? ¿Lo ama también? Uno de los grandes aciertos de la película, y de Joan Bennett en particular, es que nunca llegamos a quedar en claro sobre esto. Lucia es una esfinge -quizá una esfinge sin secretos, como diría Oscar Wilde- en lo que respecta a lo que experimenta por Martin. Siente simpatía por él, esto es seguro; pero probablemente ni ella misma sabe, ni quiere saber, qué otras emociones pasan por su ánimo cuando se le pone delante aquel que tan visiblemente embelesado está por su coraje y encanto femeninos. Una especie de autodisciplina le cierra el paso a la indagación de estos sentimientos tan potencialmente peligrosos para ella. Hubiera sido un error que Ophüls nos dejase entrever que ella sentía alguna debilidad por él; entre otras cosas, porque Martín tampoco lo desea (ni nosotros con él). Quizá sólo esté al alcance de películas tan grandes como ésta el que nos demos cuenta de que hay situaciones en que el amor no correspondido es la solución no sólo que más nos conmueve, sino también la que más nos satisface. 

JUZGAR POR LAS CONSECUENCIAS
A todo esto, el socio de Martin, Nagel, no deja de darse cuenta de lo que está pasando, de los cambios acelerados que advierte en él, y se burla de la educación moral a través de la mirada (la simple mirada) a que ella le está sometiendo -sin darse cuenta, por otra parte- y que él está aceptando con entusiasmo y casi con un lelo candor. «Mira, esa señora no es de tu clase, Martin -le dice con sorna-. A veces pienso que no soportas verme porque te recuerdo lo que eres. No eres respetable.» Tus esfuerzos por ser mejor, le viene a decir, están condenados de antemano: no lograrás cambiar.
Tras diversos y humillantes intentos, Lucia sólo consigue reunir 800 dólares y se ve con Martín para entregárselos. Con cálida y visible alegría, él le comunica que ya no tiene nada que temer: la policía ha detenido a un falso culpable; Nagel ya no podrá seguir con el chantaje, está a salvo. Ante las reservas de ella por que hayan cogido a un inocente, Martín la tranquiliza: «No se preocupe, se trata de un canalla». Pero su severidad ética impide a Lucia aceptar que se acuse a alguien por lo que no ha hecho, y le cuenta a Martín que es ella la que ha matado a Darby; ella, no su hija Beatriz, a la que continúa queriendo mantener a salvo de todo. Martín se muestra incrédulo la juzga incapaz de cometer un crimen y piensa que o bien está encubriendo a su hija o que todo fue involuntario. En todo caso, su fascinación por la altura moral de ella no ha disminuido sino si acaso aumentado con esas improbables revelaciones. Le dice: «Está bien, está bien, está bien. Cometió el crimen y yo la creo, si eso es lo que quiere. Pero no va a repetir lo que me ha dicho a nadie más, deme usted su palabra».
Al despedirse, Martín aún tiene que emplearse a fondo y discurre entre ellos este diálogo:
-Escúcheme -le pide Martin-, ya está libre de todo, ¿entiende?, ¡libre de todo!
-¡Pero él es inocente! -protesta ella, refiriéndose al individuo al que han arrestado por error.
-Bueno, es inocente de esto, pero culpable de otras cien cosas, así que no importa en absoluto. No importa, lo mire como lo mire. Tiene su familia -le dice a Lucia-, tiene que pensar en lo que sea beneficioso para todos; olvídese de él. Sería inútil sacrificar a su familia por un hombre que no es bueno, que merece lo que le pasa y más; si le castigan por esto, será lo único útil que ha hecho en su vida. No pretendo pensar en lo justo o injusto del caso. No se trata de la clase de persona que usted conoce, sino de la clase de persona que conozco yo. Y así tiene que ser. Es lo más acertado, Lucia, lo que hay que hacer.
Aunque Martín no lo sepa, ni le haga falta saberlo, está adoptando en todo esto (e invitando a Lucia a que haga otro tanto) una actitud consecuencialista a la hora de juzgar un acto: ocultemos la verdad, le propone a Lucia, porque decir la verdad en estas circunstancias sería tanto como arruinar su maravillosa vida familiar. Si, por el contrario, nos da por adoptar una actitud más ortodoxa (deontológica), si pretendemos juzgar nuestras acciones por su conformidad o no con las normas legales, habremos salvado de la cárcel a una persona que no se lo merecía y habremos condenado al sufrimiento a quienes tampoco se lo merecen, sus parientes. Tal vez sea injusto, pero el mundo estará mejor si cometemos esta injusticia; habrá más felicidad en él que si obramos ateniéndonos a inflexibles posiciones de principio.
Es, no cabe duda, una interesante (y difícil) cuestión, sobre la que les invito a volver más adelante: decidir si hay que enjuiciar una conducta mirando exclusivamente a si se acomoda a lo prescrito por el deber, o si, al contrario, hay que evaluarla teniendo en cuenta sus efectos previsibles y su repercusión sobre el bienestar global. En esta película, y en la situación concreta dibujada en ella, Martin está persuadido de que lo mejor es guiarse por este último criterio, y logra convencer a Lucia de su punto de vista. Algo así habría soliviantado de nuevo a Kant; pero también podría suceder que la teoría moral kantiana no esté de acuerdo con todas nuestras intuiciones morales acerca de lo que hay que hacer en ocasiones específicas, muy ricamente sazonadas de detalles que no son tan irrelevantes -como Kant pretende hacernos creer- para llevar a cabo un enjuiciamiento moral competente. 

DE NUEVO EN EL EMBARCADERO
Nagel ha acudido por su cuenta al embarcadero a entrevistarse con Lucia y exigirle el dinero, exasperado ante los románticos miramientos hacia ella que ha advertido en su socio Martin. Desde luego, sus modales ásperos y rufianescos poco tienen que ver con los de Martín, que aparece en mitad de la disputa verbal que ya se ha emprendido entre Lucia y Nagel, y se enzarza en una pelea a puñetazos con este. «Te dije que no te acercaras a ella», le dice a Nagel, y uno percibe que se arroja sobre él asqueado de que alguien trate de manera desconsiderada a la mujer a la que secretamente admira y ama..., y a la que nunca se atreverá a decir ni una cosa ni la otra. Martín se limita a hacer gestos que nos revelan, más allá de toda duda, su amor trágico y sin esperanza; pero del que ha obtenido, sin embargo, algo valiosísimo: cobrarse autoestima.
La violenta refriega acaba con Nagel estrangulado a manos de Martin. A continuación viene el momento de mayor intimidad que tiene con Lucia, a quien permite asomarse por un momento, y con delicado pudor, al escueto resumen de su malhadada existencia: «¿Sabe que cuando yo era pequeño mi madre quería que fuera sacerdote? -le cuenta con una alegría casi infantil-. Tenía cinco hijos y no comprendía que yo fuera la oveja negra. No hice ni una cosa honrada en toda mi vida ni sentí deseos de hacerla hasta que usted apareció. Entonces empecé a pensar si podría borrar el pasado y empezar de nuevo. ¿Y qué pasa? Que cuando intento hacer algo bueno me encuentro con esto entre las manos [se refiere a la muerte de Nagel]», Martin recibe el mejor tributo que podría desear, y es que ella le diga: «Usted no es como él». Suficiente en una película en que las cosas más importantes están dichas con una exquisita sobriedad, y a veces ni siquiera quedan dichas y son los gestos mudos los que hablan.
Martin, maltrecho tras la pelea, aún tiene tiempo de llevar a cabo un conmovedor sacrificio por la mujer que ama, un sacrificio de tal magnitud que indudablemente, sea lo que fuere lo que hubiera hecho antes, deja su vida con un balance moral neto a su favor. Pero aquí prefiero que sea usted mismo el que disfrute con el espectáculo inolvidable de un hombre al que le ha crecido el buen gusto moral casi de golpe y ha decidido hacer honor a esa novedad en su vida, le cueste lo que le cueste.


[1] El reparto de la acción es una muy interesante colección de ensayos en torno a la responsabilidad, compilados por Manuel Cruz y Roberto Rodríguez Aramayo, y publicada en la editorial Trotta, de Madrid en 1999.
[2]  G. Eliot, The mill on the Floss, Penguin, Londres, 1985, págs. 627 y 628.